Las leyes son fiel reflejo de la vida social en la que nacen, de sus valores y de sus principios. Si en algo se caracterizan las sociedades europeas modernas, como la española, es en la crisis de los valores que tradicionalmente parecían inexpugnables.
Incluso los derechos de la personalidad, también son objeto de continuas revisiones y manipulaciones, con el único fin de adaptarlos al medio social en el que se reconocen y ejercitan. Lamentablemente, cuando se realiza un análisis pormenorizado de las normas, como la Ley Orgánica 1/1982, de 5 de mayo, sobre la protección civil del derecho al honor, la intimidad y la propia imagen, uno vuelve a encontrarse con el valor supremo que parece presidir nuestra vida social: el valor económico.
Esta Ley Orgánica consiente en patrimonializar el derecho al honor cuando permite la renunciabilidad de este derecho (art. 1) y cuando delimita su protección por los usos sociales, atendiendo al ámbito que por sus propios actos, mantenga cada persona reservada para sí misma o su familia (art. 2).
Resulta harto evidente que el ámbito y los usos sociales en que desarrolla su vida cada persona, no son iguales y que la renuncia que la ley ampara constituye una permisión sin precedentes del comercio sobre los bienes de la personalidad. Y, como en todo tipo de bienes patrimoniales, habrá personas que no tengan partículas de honor que ofrecer, y, por el contrario, habrá quien tenga honor para dar, tomar y vender.
En este estudio el autor pone en evidencia que esta preocupación del legislador por adaptar el derecho al honor a los valores del ámbito social en el que se desarrolla, se olvida de proteger de forma igual a todos los ciudadanos y contradice los principios constitucionales en los que se asientan los derechos de la personalidad en nuestro Ordenamiento.