No matéis a Caín y otros alegatos acerca del buen morir
El Código Eutanásico no cumple las expectativas
La lectura atenta de No matéis a Caín revela una clara intención: que la muerte deje de “significar” y “significarse”, se propone que sea la gran abstracción, la combinación perdedora en un azar de frecuencias donde los biorritmos siempre irán por delante, una lucha titánica desplazada desde la arena de la supervivencia a un roquedal donde vivir ya será curtirse para aprender a morir, porque la aspiración ya no será la “gran salud” que reclamaba Nietzsche, sino codificar en la voluntad la muerte como un quiste benigno; la gran conquista será la de enervar su concepto trágico e instalarla como un chip en nuestros itinerarios, hasta hacerla silente y asintomática, dejar que crezca en nuestro interior y sentirla como algo “propio”, como pedía Rilke, haciendo equilibrios y aspavientos sobre las manecillas de nuestro reloj biológico, hasta que rebose por la boca manifestándose como un sencillo esputo. El último.
Este libro es una alabanza al “buen morir”, pero semejante verso contiene dos hemistiquios antagónicos, porque la conciencia de morir no tiene nada de bueno, salvo si se conecta a la idea de “fuga” y ésta con los conceptos de dolor y displacer; pero si los erradicamos, desprotegemos al moribundo frente al hecho brutal de la muerte, le dejamos sin su estrategia de retaguardia, sin la necesidad instintiva de evasión, así que ahí ya tenemos un conflicto. Sólo una racionalidad legisladora de esa BioPolítica de la que hablan los autores puede unificar esa polaridad casi irrebatible entre muerte y dolor.