El Estado de derecho es, esencialmente, un Estado sometido a controles, primero, por parte de los ciudadanos mediante los mecanismos democráticos de participación política, comenzando por el ejercicio del sufragio; y segundo, por parte de los poderes constituidos en sus relaciones entre sí, que tienen que responder al principio de la separación de poderes, que es de su esencia.
La Administración Pública, como instrumento del Estado para la gestión en nombre de la colectividad de los intereses generales, por tanto, es la primera que tiene que estar sujeta a controles tanto para asegurar el cumplimiento de los fines que tiene asignada, como el adecuado y eficiente manejo de los recursos públicos que se le asignan para ello. Para ello es que se han desarrollado importantes regulaciones legislativas sobre los mecanismos de control sobre la Administración Pública, los cuales incluso se han constitucionalizado, incluyéndose los destinados a asegurar la lucha contra la corrupción.
Sin embargo, es evidente que no basta la consagración constitucional o legislativa de los mecanismos de control para asegurar su efectiva vigencia, siendo indispensable, para ello, como condición mínima, que el régimen político en el cual funcione el Estado y su Administración sea un régimen democrático, en el cual, entre sus elementos esenciales, esté garantizada la necesaria separación e independencia de los poderes públicos, cuya existencia es lo único que poder garantizar el control efectivo del ejercicio del poder por parte de los gobernantes.