La racionalidad del modelo de sujeto democrático occidental imposibilita que ninguna acción social por él acometida se muestre abierta a la realidad y, por consiguiente, comprometida con el conjunto de sus diversidades. El activismo actual supone por esto mismo una de las mayores falacias a las que se enfrenta la experiencia democrática. Sus movimientos no cristalizan en transformación alguna a causa de que no alteran efectivamente la realidad sobre la que obran.
La acción social desprecia el mundo, en verdad, su subjetividad es un gesto de poder que penaliza la otredad en lugar de integrarla. Lo que quiere decir que todo el activismo promovido por el sujeto político se distingue por una pragmática de la inacción que se conduce mediante la adecuación de la realidad a lo ya existente. El objetivo del presente ensayo es llamar la atención acerca del potencial desestabilizador subyacente en el paciente político. El giro pasional de la política que en él se plantea pretende demostrar que el sujeto sólo puede actuar exitosamente sobre la realidad en su calidad de objeto. Siempre que la subjetividad reprime su disposición pasiva ante el mundo expele la carencia básica que le ata íntimamente al mundo. El sujeto democrático persigue por defecto la plenitud, y eso precisamente es el elemento de imposibilidad de la democracia.
Sólo en la debilidad, en la servidumbre del yo para con los otros es capaz el sujeto de objetar auténticamente la realidad. En la medida en el que el sujeto político ha ido cobrando fuerza, los resultados de su acción han desfallecido. Corresponde ahora conducirse en el sentido contrario: objetualizar el sujeto, con el fin de incrementar la potencia de pegada de sus acciones.