Estancias romanas
«Todos somos coleccionistas: / unos de obras, yo de lugares y vivencias. / Atesoro momentos, personas, miradas, / objetos, sensaciones, experiencias…». Distribuidos por diversos lugares y espacios de la Ciudad Eterna, los poemas de Estancias romanas son una celebración del instante y una elegía del tiempo. Un recuento alucinado del paso de las horas y la perplejidad de la vida: «Que sea la palabra plena, / el ojo que recoge cada día / la inmensidad del mundo, / la celebración del arte, / la vida en su belleza singular, sencilla, quieta».
Homenaje a una ciudad única, Roma se confunde en el libro con la propia identidad del protagonista, que espera reencontrarse en cada esquina con su sombra, como frente a un espejo que sepa descifrar su mente, sus sentimientos: «Roma está llena de todo, / como un bazar inagotable y mágico. / Es vida resumida, compendiada: / de lo más bajo a lo más sublime, / de lo más vil a lo que nunca muere».
Como dice la cita de José Jiménez Lozano que figura al inicio del libro: «Es tan admirable la vida y tan admirable el hombre, que todo debiera conservarse, absolutamente todo: la luz de la mañana, los sonidos de la tarde, y cada cosa que le sucede a cada hombre. Incluidas sus fantasías, sus deseos eróticos o criminales, estúpidos o nobles, sus dudas, sus miedos, sus sufrimientos, la pobre ceniza de su mediocridad, los objetos, las naderías. Nada debería perderse. Por misericordia, y para ejercerla con nosotros mismos».