¿Quién guarda a los guardianes? El control judicial de la administración pública norteamericana
Estudio preliminar
Conocí a Martin Shapiro en algún punto de mi estancia en el Instituto Universitario Europeo de Florencia, en donde realicé mi tesis doctoral entre 1992 y 1997, pero por alguna razón que se me escapa, no logro situar en un año concreto ese momento. Recuerdo simplemente que impartió un seminario sobre derecho administrativo comparado con la Profesora de la London School of Economics, Carol Harlow, que me resultó completamente fascinante. Para mi supuso una forma de adentrarnos en el estudio del derecho administrativo realmente novedosa, en donde las ideas se ponían por delante de cualquier análisis técnico-jurídico sobre la materia. Ideas, ideas, ideas, para hacer un mejor Derecho, parecía ser el lema de los dos Profesores anglosajones.
Es evidente que en algunas ocasiones la vida nos da lecciones, lecciones que no podemos dejar de aprender, incluso aunque nos empeñemos en no querer aprenderlas. La lección más importante que me ha dado Martin Shapiro es que la inteligencia no está reñida con la bondad; antes al contrario, como decía un Profesor que me enseño Teoría de Juegos en la Universidad de Essex, en realidad la gente inteligente no necesita ser mala, le basta con la inteligencia. En el caso de Martin Shapiro es evidente que su bondad no tiene, además, una naturaleza estratégica. Solamente por bondad fue por lo que Martin Shapiro accedió a cursarme una gentil invitación, algunos años más tarde, para visitar la Facultad de Derecho de la Universidad de Berkeley, que era donde Shapiro impartía clases de derecho administrativo a finales de los años 90. Mi estancia de investigación en esa Universidad norteamericana se produjo concretamente en Otoño de 1999, y fue completamente enriquecedora para mí. Recuerdo perfectamente el primer día que fui a ver a Shapiro a su despacho. “Imagino que estará Ud. muy ocupado, así que naturalmente no le voy a molestar demasiado a lo largo de estos meses”, dije yo algo avergonzado por encontrarme delante de una de las vacas sagradas del derecho constitucional y administrativo americano. “No, en absoluto” me dijo. “Tengo este cuatrimestre bastante despejado, en realidad. Nos podemos ver cuando quieras”. Y de hecho, nos vimos mucho a lo largo de todo ese cuatrimestre: unas veces en su oficina del entonces denominado Boalt Hall, otras veces comiendo y algunas otras cenando en lugares especialmente escogidos por Shapiro para mostrarme la gastronomía del Bay Area. Nunca dejaré de recordar el sabor de las “California sardines” con las que me agasajó en uno de aquellos restaurantes.
En nuestras reuniones, Shapiro desgranaba de manera muy analítica los desarrollos del derecho administrativo norteamericano, por el que yo le preguntaba de manera incesante. Para él, esa evolución se podía resumir en una pugna entre los Tribunales y las agencias administrativas norteamericanos, pugna que se había saldado con el control de éstas por aquellos. La pregunta ahora era por tanto otra: si los Tribunales han ganado esta batalla, ¿quién controla entonces a los Tribunales? ¿quién guarda, en definitiva, a los guardianes?
Mi estancia terminó con un firme compromiso por mi parte: debía de haber una traducción al español de Who Guards the Guardians. Shapiro aceptó gustoso la propuesta. Pero como en el tango, las vueltas que da la vida me han impedido acometer hasta este mismo momento la empresa de traducir esta magnífica obra. El destino es impredecible, y a veces sabio también: en realidad creo que no hubiera sido capaz de haber realizado esta traducción con anterioridad. La razón es obvia: la envergadura de la empresa requería no solamente de mayor madurez intelectual, sino también, de un mayor despliegue de, por ponerlo en términos Heideggerianos, experiencia y vitalismo, en definitiva, de una mayor comprensión de lo que es y significa la vida. Who guards… es un libro muy teórico, sin duda alguna, pero también es un libro que exige, a la vez, haber tenido una confrontación intensa con la propia realidad (social, jurídica, política, económica) de las cosas. En las páginas que siguen lo que voy a hacer es dar una serie de pautas que espero sirvan para que el lector se adentre de una forma más sencilla en la lectura de esta obra. A pesar de que mi director de tesis, Renaud Dehousse, siempre me advirtió de que dejara las cuestiones de método para el final, creo que, haciendo una excepción que naturalmente solo confirma la regla, esta vez desoiré su consejo, porque creo que es importante entender cuál es el método empleado por Shapiro para escribir Who Guards… antes de entrar en cuestiones de más calado sustantivo.
CONTEXTUALISMO
“No soy un burro; no tengo un campo”. Esta es la respuesta que Max Weber le dio a uno de sus más acérrimos críticos, cuando éste le indicó que estaba trabajando constantemente fuera de su “campo” intelectual. Shapiro tampoco es un burro, carece de campo, y la demostración más palpable de ello es precisamente Who Guards the Guardians. Who Guards… es un libro de derecho administrativo, pero no solamente; es un libro de ciencia política, pero no solamente; es un libro de ciencia de la administración y de políticas públicas, pero no solamente; y es, finalmente, un libro de teoría económica y filosofía moral. Sí, lo han adivinado: pero no solamente. Who guards es todo eso a la vez y ninguna de todas estas cosas en particular.
El punto de partida de Shapiro para elaborar esta obra es el siguiente: cuando uno intenta analizar y discernir la evolución del derecho administrativo en un marco político y geográfico concreto, en este caso, el norteamericano, tiene que hacer justo lo contrario de lo que todo el mundo está haciendo en ese momento. Y lo que los académicos estaban haciendo en ese momento, en el momento en el que se elabora Who guards… era realizar enjundiosos análisis jurisprudenciales en materia de derecho administrativo. El derecho administrativo era, por tanto, lo que los Tribunales de justicia americanos decían que era el derecho administrativo. Esto es lo que se llama el método del caso, tan en boga en el ámbito del common law desde siempre, y tan en boga ahora en nuestras propias jurisdicciones, como por ejemplo, la de la Unión Europea, en donde parece que el único derecho que cuenta es el derecho que proclaman los altos Tribunales nacionales o comunitarios. Shapiro se rebela contra esa tendencia, y pone por delante las ideas que han inspirado la evolución del derecho administrativo norteamericano al menos desde que el APA (Administrative Procedures Act) fuera aprobada en 1946. La cuestión es que estas ideas, que influyen en la evolución del derecho administrativo norteamericano moderno, no son solamente ideas jurídicas: son también ideas políticas, económicas, sociales, filosóficas. Se necesitan, por tanto, todas estas perspectivas para entender por qué y cómo se ha desarrollado el derecho administrativo norteamericano: no hay forma de salirse de esta constricción. Por eso Shapiro empieza, en el primer capítulo de su libro, a adentrase en este tema, no con un análisis de la jurisprudencia más reciente en el tema, que es dicho sea de paso lo que haríamos nosotros, sino con una discusión sobre la idea y el fenómeno de la deliberación. Pero para entender la deliberación, es importante sentar las premisas de este debate: hay que entender qué es el pluralismo, que es el pos-consecuencialismo, hay que entender qué es el incrementalismo, hay que entender qué es el sinopticismo, y hay que entender, finalmente, qué es el discurso. Todo ello exige una buena dosis de interdisciplinariedad. Nadie tiene que ser experto en todas y cada una de las materias que se necesitan para abordar un tema tan complejo como el de la evolución del derecho administrativo norteamericano desde finales de la Segunda Guerra Mundial. Ese es el problema del contextualismo: puede conducirnos a la melancolía. Pero no ser expertos en todo no significa que tengamos que desconocer, a veces incluso de forma voluntaria, los debates que sientan las bases de un determinado desarrollo en el ámbito del derecho. Efectivamente, el derecho no empieza en el propio derecho: empieza antes, empieza en la sociedad. El carácter tremendamente innovador de Who guards… es que hace explícito este origen del derecho, no lo oculta, y al hacerlo, adopta una determinada posición metodológica que sirve para enriquecer un análisis que, como muchas veces ocurre en todas las disciplinas de ciencias sociales, no se podría haber sostenido por sí solo. El resultado es una de las obras más importantes que se hayan escrito en los últimos decenios sobre derecho administrativo.
La mayor dificultad que tiene el contextualismo es el potencial que presenta para la complejidad. Si no se combina con una forma de abordar los problemas, en este caso jurídicos, de manera analítica, el resultado final puede ser un abigarrado bosque en el que las ramas y las hojas no dejan ver el conjunto. Esta es la segunda grandeza metodológica de Who Guards the Guardians. Sin escatimar de manera expresa ningún debate, ninguna discusión que incida directamente en el objeto de análisis de la obra, Shapiro consigue que todo sea perfectamente comprensible incluso para lectores que no están particularmente especializados en esta rama del derecho y de la ciencia de la administración pública. Contextualismo sin método analítico equivale a llegar a resultados tan opacos como aquellos que a menudo criticamos en relación con los estudios estrictamente técnico-jurídicos. Who guards… es una buena muestra del maridaje perfecto que existe entre estas dos tendencias metodológicas.
KANT VERSUS BENTHAM, REVISITADOS
Empecemos, por tanto, por las ideas que hay detrás de este libro. La primera de ellas, que corta transversalmente y subyace a todo el tratamiento que hace Shapiro de la evolución del derecho administrativo norteamericano, es la relativa a la pugna que se produjo en el siglo XVIII entre moralistas y utilitaristas. Dos son los personajes clave en este contexto: el primero de ellos es Immanuel Kant y el segundo es Jeremy Bentham. Al parecer, los dos desarrollaron sus respectivas teorías sobre el bien y el mal independientemente del otro. Kant desconocía los escritos de Bentham, y no parece que Bentham fuera conocedor de lo que su némesis estaba publicando al otro lado del Canal de la Mancha (Timmermans, 2014). Como sabemos, para Kant las cosas son intrínsecamente buenas o malas, independientemente de sus consecuencias. El imperativo categórico eleva a la categoría de principio moral conductas que son universalizables. “Actúa como si tu forma de actuar fuera a convertirse en una regla universal”, nos dice este pensador. Si decimos que “no mataras” es un imperativo categórico, entonces en Crimen y Castigo, el asesinato que comete Raskólnikov nunca estaría justificado, independientemente de las consecuencias (en este caso, positivas) que la muerte de la vieja usurera trajera para mucha gente. Para Kant, el bien y el mal son categorías intrínsecas.
Bentham reacciona frente a esta manera de ver las cosas poniendo por delante el principio del utilitarismo. Una acción es buena o mala no de forma intrínseca, sino en tanto en cuanto la suma del placer que produce es superior a la suma del dolor que genera. Las acciones son buenas o malas no tanto en sí mismas consideradas, sino en función de sus resultados, de sus consecuencias. No sabemos si la muerte de la vieja usurera de Crimen y Castigo estaría justificada desde la perspectiva Benthamita: pero lo que está claro es que las consecuencias positivas que su muerte hubiera podido tener para mucha gente (para empezar, para el propio Raskólnikov), sin duda alguna tendrán un peso fundamental a la hora de juzgar moralmente tal conducta. El ejemplo favorito de los utilitaristas, en este sentido, es el siguiente: un grupo de turistas que está de viaje en un inhóspito país del trópico entra inadvertidamente en un poblado que está controlado por la guerrilla. El jefe de los guerrilleros hace prisioneros a todos los turistas, y les propone el siguiente intercambio: los turistas tienen que elegir a uno de entre ellos para que se sacrifique por los demás. Si no lo hacen, el jefe de los guerrilleros matará a todos los turistas. ¿Sería moral que los turistas eligieran, por ejemplo, al miembro más anciano, enfermo para más señas, de entre ellos, como sacrificio, con objeto de salvar la vida del resto del grupo? Una vida (una vida que en este caso está llegando de manera irremediable a su final) a cambio de muchas vidas. Para los utilitaristas, la respuesta a este dilema sería dura pero quizá evidente.
La relación que este debate tiene con el desarrollo del derecho administrativo americano es algo que no es, sin embargo, tan evidente. ¿Quid de la moral y el derecho administrativo? Para Shapiro, la conexión entre estas dos cuestiones se encuentra en la idea de legitimación de la actuación administrativa. En el contexto español, la actuación de la administración tiene que estar orientada al interés general. Esa es la base fundamental de su legitimación. En el contexto americano, nos cuenta Shapiro, esa conexión entre interés general, o público, y actuación administrativa, ha sido históricamente mucho menos clara. Pero en el fondo, la idea de interés general ha subyacido a las construcciones teóricas que se han realizado de la administración norteamericana a lo largo del tiempo, en particular, desde el New Deal: una rosa con cualquier otro nombre, podríamos decir. La expresión interés general o interés público ha sido históricamente menos habitual en el contexto anglosajón que en el continental, por razones que Shapiro explica en su libro. Pero eso no significa que este tipo de legitimación no haya existido en el ámbito norteamericano.
La forma de ver el interés general varía por tanto en función de las ideas prevalentes, más utilitaristas, o más kantianas, que se hayan mantenido en cada momento histórico en el ámbito norteamericano. En un primer momento lo que tenemos es una cierta preeminencia del utilitarismo: de ahí las tradiciones pluralista e incrementalista que Shapiro describe en el libro. Las buenas decisiones (las decisiones que están motivadas por razones de interés general, diríamos nosotros) son aquellas decisiones que incorporan al mayor número de gente (en este caso, de grupos de interés) al proceso decisional administrativo. Una buena decisión es aquella que satisface a la mayor parte de la gente, y la manera de conseguir este resultado es abriendo de cuajo el proceso decisional administrativo a la participación de cuantos más grupos de interés, mejor. Una evolución de esta tendencia es el incrementalismo: apertura a la participación de los grupos interesados en el expediente administrativo, siempre y cuando las decisiones que se adopten sean incrementales, vayan paso a paso, no sean muy distintas de las decisiones que adoptamos en el pasado. No es especialmente atractivo, pero probablemente sí que es lo más seguro.
Sin embargo, como Shapiro dice, con el puntilloso sentido del humor que le caracteriza, si a pesar de que hemos abierto el proceso decisional administrativo a todos los grupos y personas interesadas en el mismo, los peces de un río se siguen muriendo, entonces es que la decisión que la administración ha adoptado no era buena, no era correcta. La idea de “buena decisión” es, por tanto, más compleja de lo que parece a primera vista. No basta, muchas veces al menos, con la mera agregación de las preferencias de los individuos o de los grupos para producir buenas decisiones. La decisión tiene que ser intrínsecamente correcta, independientemente de lo correcto o incorrecto del procedimiento empleado para ello.
La consecuencia fundamental de este cambio de perspectiva se resume en una palabra, una palabra que es además fundamental a lo largo del todo el libro. Esta palabra es “sinopticismo”. La palabra “sinóptico” puede inducir a confusión en español. Una sinopsis es la presentación de una idea, o conjunto de ideas, de manera clara, breve y resumida. De esta forma, un cuadro sinóptico, por ejemplo, es un esquema sencillo de una idea o de un conjunto de ideas. Sinóptico sería, por tanto, equivalente a “resumido”. Tenemos que ir a la etimología de la palabra para entender de forma más adecuada el uso que le da Shapiro a esta expresión. Sinóptico tiene raíces latinas (synopticus) y griegas (synoptikos). Etimológicamente, sinóptico significa “verlo todo” o “ver cada una de las partes que conforman un todo”. Esta es precisamente la acepción que nos interesa. Cuando Shapiro dice que los Tribunales norteamericanos, tras una primera fase de pluralismo e incrementalismo, profundizaron posteriormente en la vía del sinopticismo, nos está diciendo en realidad que empezaron a exigir a las agencias administrativas lo siguiente: “examina todo, examina todas las partes de un determinado asunto, que no quede ninguna por analizar. Y convénceme a mí, Tribunal, de que lo has hecho”.
EL DERECHO ADMINISTRATIVO COMO BOOMERANG
La fase sinóptica de la evolución del derecho administrativo norteamericano constituye el punto álgido del proceso de control que los Tribunales de justicia fueron ejerciendo, a lo largo de la segunda mitad del siglo XX, sobre las agencias norteamericanas. Este proceso comenzó con la aplicación de las ideas de Dicey: la administración pública era un justiciable más que no podía disfrutar, en consecuencia, de una situación de privilegio en relación con las demás personas físicas y jurídicas. Naturalmente eso significaba, implícitamente, la propia negación del derecho administrativo. Pero, en realidad, la consecuencia fundamental de esa primera fase Diciana fue que la administración pública norteamericana evolucionó inicialmente relativamente fuera del control de los Tribunales de justicia. Lo que era posible durante el siglo XIX y principios del XX, se hizo ya sin embargo insostenible a partir del New Deal. El New Deal expandió el número y las actividades de las agencias administrativas de manera absolutamente exponencial y, por tanto, la mera negación de la existencia del derecho administrativo ya no podía ser la respuesta. Los jueces, y la doctrina, se percataron de este cambio, y empezaron a interesarse por ese nuevo sujeto que había emergido en las relaciones jurídicas y políticas del país. Los Tribunales empezaron a controlar a las agencias administrativas, como hemos señalado antes, a través del procedimiento. Los nuevos estándares procedimentales, establecidos en parte en el APA, y desarrollados en parte también por los propios Tribunales de justicia, implicaban la apertura del procedimiento administrativo a prácticamente todos aquellos que mostraran un interés, incluso indirecto, en el expediente administrativo de que se tratara, sobre todo, en materia regulatoria. Sin embargo, a medida que fueron tensando la cuerda procedimentalista, los Tribunales empezaron a observar la flexibilidad con la que las agencias administrativas se adaptaban a las nuevas exigencias judiciales. La administración pública implementaba procedimientos que efectivamente otorgaban participación a un gran número de grupos de interés y personas interesadas en los mismos. Se podría haber tensado la cuerda un poco más todavía, pero probablemente el riesgo de ruptura habría sido excesivamente alto. Había que cambiar el marco de la discusión.
De esta manera, los Tribunales empezaron a demandar de las agencias administrativas no ya que sus procedimientos fueran fetén, sino además, que aquellas produjeran buenas decisiones. La expresión “buenas decisiones” empezó, poco a poco, a equivaler a decisiones sinópticas. “Demuéstrame que has tomado una buena decisión”, decían ahora los Tribunales a las agencias. Y, de nuevo, las agencias administrativas, dando muestra de un nuevo ejercicio de flexibilidad, empezaron a compilar expedientes administrativos complejísimos, llenos de detalles técnicos y científicos, en donde no sabemos si se demostraba que se había tomado la mejor de todas las decisiones posibles, pero al menos, lo que sí que sabemos, es que se demostraba que habían hecho todo lo posible para hacerlo. Esto se puede ver de otra manera. Las agencias administrativas le dijeron a los Tribunales: “¿Ah si? ¿Quieres jugar al juego de quien es más racional? Perfecto, adelante. Me pongo a ello”. Por tanto, empezaron a enterrar, literalmente, a los jueces, en pilas de datos, informes, análisis, exámenes, pruebas científicas, etc. La idea era hundir a los Tribunales en un potente, poderoso, y espeso, fango burocrático y seudo-científico. Y lo consiguieron, una vez más. El sinopticismo tuvo, por tanto, un importante efecto boomerang. Los jueces habían creado un mecanismo que noquearía a las agencias, que permitiría el control de éstas por aquellos. Pero como ocurre muchas veces en la vida, una vez que abres la caja de pandora, no sabes hacia donde van a ir los vientos que estaban atrapados en ella. Y esos vientos fueron, de cara, contra los jueces, que se vieron completamente incapacitados para controlar y ni siquiera entender lo que las agencias les estaban diciendo.
A partir de ahí, los jueces se percataron de que la forma de retomar el control sobre las agencias era la de ir dejando poco a poco de lado las exigencias sinópticas y volver, también progresivamente, al mundo de los conceptos jurídicos indeterminados, como diríamos en derecho administrativo español. Siguiendo en este punto a Timothy Endicott (2021), los jueces se dieron cuenta de que si querían retomar el control de las agencias administrativas, tenían que volver a emplear conceptos jurídicos que ellos mismos fueran capaces de controlar y modular. Paradójicamente, la devolución de un amplio margen de discrecionalidad a las agencias administrativas fue la primera piedra que se puso hacia la construcción de ese camino cuyo tránsito permitió la vuelta a la toma de control de las agencias por parte de los Tribunales. “Te voy a dar amplios poderes discrecionales. Lo único que te pido es que los emplees de manera razonable y prudente; ahora bien, voy a ser yo quien diga cuando ese empleo es razonable y prudente”. Dicho de otro modo, la ampliación de los poderes discrecionales de la administración implicó una correlativa ampliación de los poderes de control de los Tribunales de justicia, porque fue aparejada a la idea de “prudencialismo”. El control prudente que empezaron a ejercer los jueces sobre las agencias administrativas a partir de los años 80 implicó una nueva vuelta de tuerca en la batalla de poder entre las agencias y los Tribunales, que se saldó a favor de estos últimos.
El problema que se plantea en esta nueva fase de control prudencial de las agencias nos devuelve, naturalmente, al título de esta magnífica obra. Si los Tribunales han conseguido retomar el control de esta parte tan importante del aparato del Estado que es la administración, ¿quién controla a los Tribunales? Shapiro no da una respuesta clara y directa a esta cuestión, pero lo que sí que nos dice es, de forma quizá un tanto misteriosa y provocadora, lo siguiente:
“El control judicial de la administración en los años 90, por tanto, se va a ir encaminando, bajo mi punto de vista, hacia la deliberación prudente de las agencias bajo el control de los Tribunales que ejercerán, también ellos, prudencia. Los Tribunales reconocerán de forma más clara que lo que están haciendo son análisis de tipo prudencial para controlar la actuación de las agencias, sobre todo en su fase normativa. De alguna manera, esto es como decir que los Tribunales reconocerán de manera más abierta algo que ha estado siempre en la propia raíz de la idea de control judicial en los Estados Unidos de América, que es que los Tribunales declararán contrario a la ley y al derecho aquello que encuentran que es muy irrazonable. Si reconocemos abiertamente que esto es lo que los Tribunales hacen, y que la razonabilidad es una cuestión de mera prudencia, y no de análisis sinóptico o científico, entonces, y solamente entonces, habremos hecho todo lo que hemos podido para responder a la pregunta que ha motivado este libro: ¿quién guarda a los guardianes? Sabemos que los jueces no son más prudentes que la mayoría de nosotros. Mientras les digamos claramente a los jueces que sabemos esto, es improbable que se vuelvan demasiado ambiciosos a la hora de sustituir la prudencia de aquellos que están sujetos más directamente al control político, por la suya propia”.
Esta conclusión plantea toda una serie de preguntas que Shapiro deja flotando al final de su libro. ¿A quién le corresponde el papel de decirle a los jueces que tienen que ejercitar de manera prudente, ellos también, el control prudencial de las agencias? ¿Es la doctrina, por ejemplo, la que tiene encomendado este nuevo papel? Si la respuesta a esta pregunta es afirmativa, ¿no estamos concediendo, en este caso, un enorme poder a la doctrina? Por otro lado, ¿saben los Tribunales, como dice Shapiro, que sabemos lo que sabemos, que sabemos que están volviendo a formas de control prudencial y basadas en la idea de razonabilidad con el fin de volver a ampliar su capacidad de control de las agencias administrativas, y por tanto, de su margen de discrecionalidad? ¿Por qué debemos preferir la discrecionalidad judicial a la discrecionalidad administrativa? Al fin y al cabo podemos cesar a un Director o Directora de una agencia, pero no podemos cesar a un juez. ¿No es hasta cierto punto sorprendente que lleguemos a la conclusión de que los jueces serán prudentes, en una obra en la que la gran pregunta que se plantea es la de quien controla precisamente a los jueces? ¿Mucho ruido y pocas nueces, al fin y al cabo?
EL PROBLEMA DEL PODER
Lo que subyace a todas estas preguntas no es ni más ni menos que una cuestión de poder, de quien detenta el poder, y de cómo lo detenta. Una de las posibles puertas de entrada a este libro es entender Who guards… como el “Juego de Tronos” del derecho administrativo norteamericano. “Enemigos al norte, enemigos al sur, enemigos al este, y enemigos al oeste. Pero aniquilaremos a todo el que se interponga en nuestro camino”, parece que dice la obra. Los actores principales de esta gran batalla, batalla que se produce, dicho sea de paso, a lo largo de muchos decenios, son las agencias administrativas y los jueces, sin duda alguna. Pero hay personajes secundarios en el libro. Estos personajes secundarios son los Partidos Demócrata y Republicano, los movimientos pro-reguladores y desreguladores, los grupos de interés concentrado y difuso, los Presidentes de los Estados Unidos de América, progresistas unos, conservadores otros, la doctrina, los medioambientalistas, las industrias automovilísticas y aeronáuticas, y un largo etcétera que hace de Who guards… un libro absolutamente apasionante. En efecto, la manera correcta de adentrarnos en el estudio del derecho administrativo es, precisamente, entender su evolución como el fruto no solamente del impacto de las ideas en el propio proceso de construcción del derecho administrativo, sino como el resultado, también, de las mil y una batallas que se han librado entre múltiples actores por el control del poder en un determinado ámbito político. No es ni bueno ni malo: es simplemente así. Y conviene tener en cuenta de manera clara esta pugna si queremos obtener una visión más realista, más certera, y más completa, de lo que es el derecho administrativo, de lo que es cualquier derecho, cabría decir.
Shapiro nos recuerda aspectos básicos de la teoría democrática que, a veces, parecemos haber olvidado. La democracia es el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo. Sin embargo, a medida que las democracias se han ido convirtiendo en sistemas cada vez más complejos, pareciera que esa idea primigenia de democracia se hubiera ido desvirtuando. Ya no estamos en la polis griega ni en el New England Town. Estamos en democracias de masas, en las que ha percutido además un desarrollo económico y social de primera magnitud. Who guards… está a las puertas, asimismo, del impacto que las nuevas tecnologías supone para la propia concepción de la democracia. Se atisban en el libro los primeros movimientos en esa dirección, pero la obra es fruto de su época (aparece publicada por primera vez en 1988, aunque la última edición en lengua inglesa data del año 1992), por lo que lógicamente este fenómeno no se tiene en cuenta, completamente al menos, en el libro. Dicho sea de otro modo, lo que vemos con el beneficio del tiempo que ha pasado desde entonces, es que las cosas se han hecho todavía más complejas, y no menos complicadas.
Es en este contexto en el que debemos entender las batallas por el poder que se producen y que van dando forma a una determinada evolución del derecho administrativo norteamericano. Aquí el análisis de Shapiro es capilar. En una primera capa, impacta un actor político de primer nivel sin el que no podemos entender nada de lo que dice el libro: se trata de Franklin Delano Roosevelt, uno de los Presidentes más carismáticos que haya tenido nunca jamás este país. Tras el esfuerzo consecutivo derivado de la Primera Guerra Mundial y de la Gran Depresión, Roosevelt inaugura la época de mayor expansión del gobierno federal que probablemente jamás haya visto la historia de Estados Unidos. Y lo hace ampliando la intervención pública presupuestaria, a través del lanzamiento e implementación de importantes programas federales de gasto, y también a través de la regulación. Para ello crea un actor, las agencias independientes, que son las encargadas de ejecutar el programa Presidencial sobre todo en sus aspectos regulatorios. Los republicanos, y aquellos que tenían una determinada visión de lo que debía ser el poder en los Estados Unidos, reaccionaron con fiereza ante esta expansión del poder federal. Buscaron aliados, y los encontraron precisamente en los Tribunales de justicia, que veían con resquemor cómo el impacto del New Deal podía conducir a un rebalanceo del poder en los Estados Unidos en el que éstos podían acabar en el lado de las víctimas. Por lo tanto, empezaron a imponer exigencias de tipo procedimental a las agencias independientes, exigencias a las que, como ya hemos comentado, las agencias fueron adaptándose. Pero la historia no acaba ahí, por supuesto. Ya en los años 80, un actor de series B se convirtió en Presidente de los Estados Unidos, pero esta vez aupado por el ala más neoliberal del Partido Republicano. Ronald Reagan se apoyó en los movimientos desregulatorios, que exigían que se tuviera en cuenta el impacto económico que las nuevas leyes en materia de medioambiente, protección de los trabajadores, salud pública, etc., estaban produciendo en la economía americana. Sin embargo, como Shapiro cuenta de manera magistral en su libro, es muy difícil hacer tabula rasa en un sistema político complejo; por tanto, desmontar la inercia que el New Deal traía consigo fue una tarea mucho más compleja de lo que hubiera podido parecer a primera vista. A Reagan solamente le quedaban como opciones nombrar Directores de las agencias a personas que no creyeran en el activismo administrativo, propiciar recursos ante los Tribunales de justicia contra algunos de los desarrollos normativos que habían realizado estas agencias o ralentizar los procesos de toma de decisiones de las agencias todo lo que fuera posible. Por otro lado, cada actor tenía, en esta batalla, sus propios intereses, más allá de los de los demás. A los Tribunales de justicia siempre les ha interesado llevarse su parte del pastel de poder en el sistema político americano, y por tanto, propiciaron soluciones que en algunos casos iban en sentido contrario de lo que la potente administración Reagan pretendía. El resultado paradójico fue que, a pesar de las promesas, en la época de Reagan hubo en realidad una gran actividad regulatoria, lo que tuvo un impacto directo en la evolución de los años 80 del derecho administrativo norteamericano, que se hizo mucho más complejo y contradictorio.
Who guards the guardians nos dice que el poder en sistemas políticos complejos está tremendamente repartido; que no hay nadie que lo detente completamente; que probablemente ello tenga aspectos positivos, a pesar de que desvirtúa, quizá de forma irremediable, el concepto original de democracia. También nos dice que esta batalla por el poder no tendrá nunca un final, continuará mientras nuestros sistemas políticos sigan evolucionado. Y nos dice, finalmente que no hay forma de volver a la idea original de democracia, y que, por tanto, el problema de quien guarda a los guardianes es uno de los problemas irresolubles que tienen planteadas nuestras complejas democracias. Que ningún lector del libro pretenda, por tanto, encontrar respuestas firmes y definitivas a la pregunta que Shapiro se hace en este libro. Porque más que una pregunta, lo que Shapiro nos quiere hacer ver es que preguntarse por quien guarda a los guardianes es en realidad una manera de expresar que el conflicto por el poder que se produce en nuestros sistemas políticos es un universo en constante expansión. Nadie guarda a los guardianes, los guardianes se tienen que guardar a ellos mismos. Pero esa invocación a la buena voluntad de las personas y de las instituciones sabemos que es poco más que un brindis al sol. Quien tiene poder, lo ejercerá, pero lo ejercerá en un contexto en el que otras personas e instituciones intentarán limitar dicho ejercicio del poder.
REFLEXIONES FINALES
Abordar la tarea de traducir un trabajo como Who guards… ha sido uno de los retos más complejos de toda mi vida intelectual. Se trataba, con esta traducción, de realizar un texto que fuera legible para una audiencia en lengua española, sin que al mismo tiempo el libro perdiera ni un solo ápice de autenticidad y frescura. En este sentido el traductor se ha puesto siempre en un segundo plano y ha intentado, siempre, que fuera el Profesor Shapiro el que hablara en primera persona. Por tanto, cuando ha habido varias alternativas a la traducción de una palabra, o de una expresión, siempre he optado por aquella que, bajo mi punto de vista, estaba más cerca de la intención original del autor, aunque esta elección hiciera perder algo de fluidez lingüística al texto en español. El ejemplo más claro de ello es la expresión “sinopticismo”, intraducible al español (en español solamente existen sinopsis y sinóptico, pero no existe el “ismo”) a pesar de lo cual me ha parecido evidente que debía respetar dicha expresión. Así la he mantenido, por tanto, en el libro. Que me perdonen los académicos de la Real Academia Española (que está dirigida en estos momentos por un administrativista, para más señas) por todos los pecados, conscientes o no, que haya podido cometer en el proceso de traducción de este texto. Espero ser absuelto solamente por el resultado de conjunto, en el que he intentado transmitir la vivacidad y soltura con la que el propio Shapiro escribió en su momento este libro. Vivacidad y soltura no exentas de un sentido del humor que en muchas ocasiones ha aliviado a este traductor alguna que otra noche de insomnio. No tiene desperdicio el párrafo relativo a los pollos, a los expertos en pollería, y a la agencia de la regulación de los pollos. Solamente un maestro, como Shapiro, sabe cuándo y cómo relejar el ambiente de un texto que en muchos momentos está suficientemente cargado de conceptos e ideas tremendamente profundos.
Aunque Martin Shapiro nos ha regalado un prefacio original a esta traducción en español de su obra, no haré ninguna reflexión que intente proyectar hacia el futuro, ni siquiera hacia el presente, las conclusiones fundamentales del trabajo que el lector tiene entre sus manos. Muchos de los elementos que analiza Shapiro son de una rabiosa actualidad, no solamente en derecho norteamericano, sino en derecho nacional (en el derecho administrativo español) y en el propio derecho de la Unión Europea. Solamente diré que veo con muchísima preocupación el impacto que las nuevas tecnologías está produciendo en los procesos democráticos, de los que los procesos administrativos son una parte fundamental. Shapiro parte en el análisis del libro del momento en el que las preferencias de los individuos ya están formadas, porque nunca se imaginó, supongo, que el propio proceso de formación de preferencias se iba a ver tan profundamente afectado por el “uso” de la información que están propiciando las nuevas tecnologías. En la época en la que escribe Shapiro, y por parafrasearle, si a ti te gusta el helado de chocolate, y a mí me gusta el helado de vainilla, tenemos que encontrar un sabor que se encuentre entre medias y que sea capaz de satisfacernos en alguna medida a los dos. El problema que nunca pudo imaginar Shapiro es que en el fondo, ya no podemos estar seguros de por qué tenemos las preferencias que tenemos, si las tenemos porque realmente las deseamos o las tenemos porque los procesos de formación de las mismas están irremediablemente mediados por intereses espurios. De alguna manera, sí que tenemos que volver, por tanto, a repensar algunas de nuestras categorías más primigenias y originales sobre la democracia.
Como es natural, mi intención está muy lejos de ser la de generar desazones innecesarias, pero quiero finalizar estas conclusiones diciendo que este trabajo ha podido completarse en tiempo y forma gracias a haber podido disfrutar de un periodo sabático en la muy inglesa Universidad de Cambridge, en donde la parte fundamental de esta traducción ha sido realizada. Mi agradecimiento va dirigido a todas aquellas personas que han apoyado mi quehacer diario durante estos meses de intenso trabajo, desde la primera, hasta la última. Gracias a todas ellas.
Cambridge, 19 de Septiembre de 2022.
BIBLIOGRAFÍA CITADA
Dostoievski, F. (2015). Crimen y Castigo. Penguin Clasicos.
Endicott, T. (2021). Administrative Law. Oxford University Press (5th edition).
Timmermans, J. (2014). “Kantian Ethics and Utilitarism” in B Eggleston and DE Miller (eds), The Cambridge Companion to Utilitarianism. Cambridge University Press, pp. 239-257.