Un río seco atraviesa el paisaje grandioso y desolado. Un camino se pierde en el horizonte. Un viejo, un niño. La espera. Estamos al norte de Afganistán, durante la guerra con la Unión Soviética. Un viejo llamado Dastguir se dirige con su nieto a una mina de carbón, para comunicar a su hijo que los soviéticos han arrasado la aldea, que todos han muerto bajo el bombardeo, que el niño se ha quedado sordo. Dastguir habla, recorre el infierno de los recuerdos, las esperas, los remordimientos, las conjeturas, las sospechas, el silencio… Dicen en Afganistán que los hombres nunca lloran, pero el viejo dejará que su dolor fluya y las lágrimas caigan sobre su pecho.
Tierra y cenizas, dos palabras que son también dos colores minerales y severos, dos palabras que son también materia, polvo, sustancias inmateriales, impenetrables. Eso es todo lo que queda de Afganistán, un país que encantó a los viajeros y los escritores. El silencio y la lentitud desbordan con gravedad estas páginas.