Entre la revolución de 1868 y el final de la guerra civil, el periodismo español vivió su edad de oro. Siempre con el ejemplo de Larra en el imaginario individual y colectivo, desde el último tercio del XIX escritores, políticos, poetas, científicos y artistas vieron la necesidad de dar a conocer su opinión sobre las cuestiones más variadas al resto de la ciudadanía, creyendo con ello que contribuían a mejorar su páis.
Es en ese periodo cuando surge, además, el periodista en sentido estricto de la palabra, que no es otra cosa que un ciudadano, generalmente de gran formación intelectual, preocupado por el devenir de su país y dispuesto a darle las armas necesarias para engrandecerlo: información y cultura. No son ya escritores prestigiosos ni políticos profesionales, sino lectores avezados, amantes de las linotipias, arriesgados emprendedores, defensores de la libertad que creen en el periodismo como un instrumento civilizador y liberador. Roberto Castrovido, formado junto a su padre, Pérez Galdós, Eduardo Benot, Ramón Chíes, Nicolás Estébanez, Nicolás Salmerón, Giner de los Ríos, Fermin Salvochea o José Nakens, representa a ese tipo humano de la España vital orteguiana como pocos. Respetado, querido y admirado por casi todos -incluso por muchos de sus enemigos-, fue tenazmente perseguido por la monarquía, más tarde por el franquismo, terminando sus días en el exilio mexicano. Su vida, sus magníficos artículos, perdidos, olvidados, nos devuelven en ese libro su verdadera dimensión, la de un magistral periodista edificado sobre un ser humano ejemplar.