Nos parece razonable pensar que cada parte en la relación contractual médico-paciente, debe demostrar, convencer al juez, acerca de aquellas cuestiones que afirma y que le resulta más fácil probar, sea porque las ha cumplido o las ha padecido. Así el paciente deberá aportar los elementos acerca del acuerdo celebrado y del perjuicio que dice haber sufrido; y el médico aportará lo suyo en orden el tratamiento clínico recomendado o a la intervención quirúrgica efectuada. Estamos convencidos acerca de que en estas cuestiones de especial relevancia se ha producido en nuestros países, de treinta años a esta parte, una modificación notable; hasta los años setenta el profesional demandado por mala praxis se limitaba en su contestación y a lo largo del proceso, a exteriorizar una total y completa negativa, escudado en el principio de inocencia; sin la menor colaboración en el esclarecimiento de la verdad.
Poco a poco, avanzadas las décadas del ochenta y noventa, cambió en su actitud, atento a la evolución de la doctrina autoral y judicial. Frente a la pretensión del paciente opuso o desplegó toda la riqueza de los medios probatorios a su alcance, para convencer al juez que sus actos médicos eran de aquellos aconsejados por la ciencia médica, la mejor, la más moderna o actualizada. Este «activismo médico» es, en nuestra opinión, el único que se compadece con la buena fe procesal y da una respuesta adecuada a la aplicación de las denominadas «cargas dinámicas» o al juego de las presunciones, o a la elocuencia de los hechos.