Uno de los problemas centrales de la filosofía ha sido, desde siempre, el de cómo puede justificarse fundadamente el Derecho con sus exigencias y prohibiciones. En este terreno se hizo evidente siempre de nuevo que la pregunta por el obrar jurídico está encuadrada en la estructura más amplia de la pregunta por el obrar justo en general: el
Derecho remite a la ética como fundamento de su carácter jurídico.
El que en general deba haber Derecho no se puede derivar, según su modo de ver la cuestión, del Derecho existente en cuanto tal; ello surge, más bien, de un postulado ético: «El hacerme una máxima del obrar justamente es una exigencia que me impone la ética».
También por parte de los juristas —en la teoría del Derecho, en la legislación y en la administración de justicia— se siente la necesidad de una fundamentación ética del Derecho. Testimonio de ello son las discusiones en torno del Derecho natural, actualmente encendidas de nuevo, y también algunas recientes resoluciones del Tribunal Federal, en la argumentación de las cuales desempeñan un papel decisivo conceptos éticos tales como «ley moral», «orden de los valores», «dignidad personal», «responsabilidad» y otros por el estilo.
Que el Derecho se funda en la ética se confirma cuando se observa que aquél debe configurarse diversamente, y que en la historia, en efecto, se ha configurado diversamente, según sea en cada caso la concepción fundamental imperante acerca del fin de la existencia del hombre y, en consecuencia, acerca de lo que se exige de éste éticamente. Si una ética filosófica afirma, por ejemplo, que lo decisivo para el hombre son sus obligaciones frente a los otros, se sigue de ello una regulación de las relaciones jurídicas diversas de la que se seguiría de una concepción ética opuesta en que el hombre esté referido predominantemente a su libertad individual.