Entre 1928 y 1933, Nan Shepherd escribió tres novelas magníficas, sus primeras tres novelas, que la hicieron famosa. Muy famosa. Entonces tenía apenas treinta años, pero la acogida de aquellos libros terminaría por llevar su efigie al billete de cinco libras del Royal Bank of Scotland. Después de aquello, como una suerte de Salinger de las Highlands, pasó mucho tiempo sin poder o querer escribir. Nadie sabe muy bien qué ocurrió. Ella tampoco lo supo explicar. Se dedicó a caminar y a escalar montañas. Al cabo de más de una década escribió una obra sobre aquellos diez años que había pasado recorriendo cada rincón de la cordillera de los Cairngorms, una zona con clima polar en el norte de Escocia. Pero no la publicó, no. La dejó en un cajón durante casi medio siglo.
Hoy en día, La montaña viva se ha traducido a múltiples lenguas y está considerada una obra de culto, un clásico perdido entre las grietas del canon y un referente de la nature writing. Se trata de un volumen lleno de vida, muerte, cuerpo y tacto, mitad historia natural y mitad meditación filosófica, que recorre paisajes exteriores y gélidos, pero también otros interiores y espirituales. Influenciada por el zen y el tao, Shepherd nos cuenta en este libro cómo aprendió a reconocer la manera en la que se relacionan la mente y la montaña; cómo aprendió a adentrarse entre picos y laderas sin objetivos ni asedios a la vista, como quien visita a una amiga. Poco a poco, el tiempo se hizo otro y también su experiencia de la naturaleza. Probablemente nadie ha descrito la esencia de un paisaje como lo hizo ella, nadie ha captado de ese modo la belleza trascendente de una montaña y del mundo salvaje que la conforma. Robert Macfarlane, uno de los grandes autores de la nature writing actual, reconoce en su prólogo que la lectura de este libro, simplemente, le cambió. A nosotros también, y sospechamos que a muchos lectores les ocurrirá lo mismo.