Considerar el Derecho como» objeto de estudio» no parece comportar ninguna novedad, sobre todo si nos ubicamos en un ambiente académico. De hecho, se da por sentado que, en efecto, el Derecho puede ser ese «objeto» por todos aquellos que escogen como área de formación profesional lo jurídico. El ejercicio que se lleva a cabo sobre él se torna casi siempre repetitivo y memorístico, pero pronto se aprende que, en la práctica, el resultado de erudición que ello produce rendirá buenos frutos mañana.
El estudiante «aprende derecho» apropiándose una terminología y adquiriendo la habilidad de ponerla en acto cuando sea el momento oportuno, haciendo así uso de una técnica que, sin embargo, no siempre producirá los resultados esperados. Una «técnica» cargada de albur.
Las más de las veces, el ya profesional del derecho se consuela de sus tropiezos y fracasos «reconociendo» que «no siempre se tiene la razón» -en el mejor de los casos-, o acusando a propios y extraños de hacer un uso manipulativo o injusto de la herramienta. Se sabe que, además de lo competido que es el campo, se encuentra plagado de incertidumbres por la enorme carga de «subjetividad» que supone no solo su aplicación, sino la creación misma de sus componentes.