Como es sabido, en los últimos años, tanto en España como en otros muchos países de nuestro entorno cultural, se ha ido imponiendo, de manera cada vez más evidente, un modelo político-criminal basado en la seguridad; un modelo, dicho más concretamente, en el que la libertad individual y los principios y garantías tradicionalmente destinados a limitar el ius puniendi estatal han ido cediendo terreno ante la creciente preocupación por la seguridad –o por una particular forma de seguridad–. Este modelo ha dado lugar a una serie de modificaciones legislativas en las que puede apreciarse cierta tendencia a utilizar la sanción penal más como una forma de evitar conductas peligrosas o de inocuizar a quienes pueden ser considerados sujetos peligros, que por castigar de manera justa la comisión de un hecho delictivo.
Entre las numerosas manifestaciones de esta nueva orientación político-criminal se encuentran precisamente algunas nuevas figuras delictivas que sancionan determinadas conductas por el peligro que a partir de ellas se le presume al autor de las mismas, y no tanto por la amenaza que el hecho realizado representa realmente para los intereses o bienes jurídicos que se desea proteger. Hasta el punto de que, en ocasiones, da la impresión de que, directamente, la sanción penal no se impone por el hecho cometido, sino por el hecho que se puede llegar a cometer, lo que supone la vulneración de uno de los principios más importantes del Derecho penal de un Estado social y democrático de Derecho: el llamado “principio del hecho”.