La Guerra Civil tuvo una influencia decisiva en la evolución de los modelos de género que se habían introducido en España en las primeras décadas del siglo XX. Al intelectual o científico y al obrero consciente se sumaba el miliciano republicano, heroico combatiente del ejército popular movilizado para hacer frente a la rebelión. Las circunstancias impusieron la construcción de una masculinidad normativizada y hegemónica, frente a la cual se construyó la del enemigo, representante de una masculinidad devaluada. El género se convierte en un arma arrojadiza, ingrediente indispensable en los procesos de identificación y alterización en contexto bélico.
Tras la derrota republicana, a la pérdida de la Guerra se sumaba la pérdida de la Patria, identificada como espacio de lucha y campo de batalla. Una pérdida imperdonable para el Patriarcado, que identifica al varón como responsable principal de su defensa. El vencido y derrotado es considerado un hombre incapaz, roto, castrado, un indeseable, un hombre pasivo. Esta circunstancia debilita enormemente su identidad de género, construida en oposición los valores que, como consecuencia de la derrota, el exiliado ahora encarna.
Para afrontar la deshumanización que impusieron los campos de refugiados en Francia, y como estrategia para superar el trauma, así como el sufrimiento emocional padecido, los exiliados recuperaran en México, los atributos de una masculinidad tradicional, fundamentada principalmente en su rol social de hombre-proveedor. Limitadas las actividades políticas a los espacios de socialización abiertos por los exiliados, la familia tradicional, así como las relaciones de genero fundamentadas en la diferencia y en la desigualdad, se convierten en garantes de la paz y refugio emocional frente al traumático recuerdo de la guerra. La masculinidad además resulta ser una pieza clave para la reconstrucción de la identidad nacional republicana en el exilio.