Comentario Ley Sociedades Capital
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En los últimos meses, la mayor parte de los profesionales del Derecho de sociedades habrá dedicado tiempo a estudiar o, al menos, a leer detenidamente la «Ley de Sociedades de Capital» y a adaptar, en mayor o menor decisión, los sufridos «modelos» de estatutos con los que, ante la reconocida apatía de los propios interesados, han venido trabajando. En una nación en la que las «sociedades de personas» constituyen rarezas en riesgo de extinción (sin que el Gobierno articule programas para el salvamento de estas «especies» tan mal adaptadas al «medio» actual), una Ley reguladora de las formas sociales que, como las sociedades de responsabilidad limitada y, en menor medida, las sociedades anónimas, concitan la preferencia de los españoles para afrontar empresas y hasta profesiones, merece especial atención, aunque, más allá del título, se trate de un simple Texto refundido.
Después de ese estudio o de esa lectura, muchos pensarán que poco ha cambiado, y no se esforzarán demasiado en comprender el alcance de textos legales casi siempre idénticos a los anteriores, pero, a veces, con ligeras o no tan ligeras modificaciones; otros habrán comenzado ya a identificar los problemas de interpretación que plantean la «regularización», la «aclaración» y la «armonización» llevadas a cabo por la Ponencia de Derecho de Sociedades de la Sección de Derecho mercantil de la Comisión General de Codificación que, con «competencia plena», ha elaborado el texto que, con muy ligeras modificaciones –algunas erróneas– ha asumido el Gobierno como propio; y unos pocos –que son los que ahora más nos interesan– se preguntarán, además, si el esfuerzo realizado merecía la pena.
¿Era necesario este tan ambicioso y tan extenso Texto refundido? ¿Por qué esas «variaciones», no siempre afortunadas, de fórmulas normativas arraigadas? ¿Por qué esas «innovaciones sistemáticas» que obligan a buscar entre los más de quinientos artículos dónde está ahora la norma que nos interesa? Estas preguntas u otras parecidas se pueden hacer con voluntad de queja o con voluntad de saber. En el primer caso, no deberían merecer especial atención; pero en el segundo exigen algunas explicaciones.
Por supuesto, el Texto refundido no era necesario; pero somos muchos los que consideramos que era conveniente. ¿Por qué conveniente? De un lado, como etapa intermedia en un largo camino de unificación y simultáneo perfeccionamiento del Derecho de las sociedades mercantiles; y, otro lado, como medio para comprender mejor los errores de un proceso de reforma, dominado en demasía por el ritmo y el contenido de las Directivas comunitarias, en el que muchas cuestiones esenciales se han obviado deliberadamente y en el que no ha habido impulso político suficiente para imprescindibles innovaciones. El Texto refundido es un «espejo» en el que esos errores de política legislativa se aprecian con mucha mayor claridad que en leyes separadas y descoordinadas. En realidad, la «Ley de Sociedades de Capital» es un simple instrumento técnico para la facilitar la futura racionalización normativa. No es un texto de llegada; es un texto de partida.
–II–
Desde hace más de cuatro décadas la Sección de Derecho Mercantil de la Comisión General de Codificación aspira a articular en un conjunto unitario y, sobre todo, coherente el Derecho de las sociedades mercantiles. Al final de los años sesenta del pasado siglo, influidos por la entonces reciente Ley francesa de sociedades comerciales de 1966, se iniciaron los trabajos de un «Anteproyecto de Ley General de Sociedades Mercantiles», pronto abandonados por el que habría de ser «Anteproyecto de Ley de Sociedades Anónimas» de 1979. Luego, la necesaria incorporación de las Directivas comunitarias obligó a centrar esos trabajos en las sociedades de capital, culminando en la Ley 19/1989, de 25 de julio, ocasión que se aprovechó también para una extensa reforma no exigida por la pertenencia del Reino de España a la entonces denominada Comunidad Económica Europea. La injustificable premura en la preparación de esta reforma tuvo, entre otros muchos aspectos negativos, una muy insatisfactoria regulación de la sociedad de responsabilidad limitada, problema que trató de solucionarse con una posterior Ley específica, la de 1995, en la que no sólo se intensificó en exceso el parentesco entre las dos principales formas de sociedades de capital, sino que se introdujeron normas formalmente especiales a pesar de la evidencia de la identidad de razón.
Pero la Sección de Derecho Mercantil nunca renunció a esa aspiración de unidad y de coherencia; y así, tras la promulgación de la Ley de Sociedades de Responsabilidad Limitada, realizó un nuevo esfuerzo para la unificación y racionalización en un solo texto legal del Derecho de las sociedades mercantiles. Se aprobó así la «Propuesta de Código de Sociedades Mercantiles», de 2002, publicada con algún retraso por el Ministerio de Justicia, con la voluntad de recibir observaciones y sugerencias. Sólo unos pocos estudiosos pusieron por escrito su pensamiento. Sin embargo, la «Propuesta» –presentada sin demasiado entusiasmo por el Vicepresidente económico del Gobierno y por el Ministro de Justicia de entonces en acto público al que habían sido invitados los más relevantes despachos de abogados de nuestro país– fracasó por el ataque, discreto pero eficaz, que recibió tanto el proyectado Libro III, dedicado al régimen jurídico de las sociedades cotizadas, como el tratamiento –ciertamente, modesto– de los grupos de sociedades. Los atacantes consiguieron llevar al ánimo del Gobierno conservador la idea de que el texto prelegislativo contenía «inadmisibles soluciones intervencionistas», que limitaban en aspectos esenciales la «sacrosanta» autonomía privada. Entre bambalinas, el neoliberalismo jurídico, que había iniciado una «cruzada» en pro de la «deslegalización» y elevado a la enésima potencia la concepción estrictamente contractual del Derecho de sociedades, asistió complacido a esos ataques. Y el Gobierno, sin demasiado esfuerzo, se olvidó de la «Propuesta». Aunque se tenga mayoría absoluta, es buen consejo no hacerse enemigos innecesarios, sobre todo si los posibles enemigos son poderosos. Como alternativa, y siguiendo la moda, los máximos responsables políticos de la economía nombraron una Comisión para la redacción de un «Código» de buen gobierno de las sociedades cotizadas –compuesta cuidadosamente para evitar posibles disidencias–, cuyos celebrados trabajos, junto con un catálogo muy limitado de propuestas de reforma legal, giraron preferentemente en torno al soft law. Para convertir en normas legales imperativas algunas de las propuestas más importantes (deberes de los administradores de las sociedades anónimas, pactos parasociales en las sociedades cotizadas) se utilizó la criticada «Propuesta de Código de sociedades mercantiles, que inició así una involuntaria función de «vivero» de normas legales.
El tesón es una de las características de los vocales más activos de la Sección de Derecho Mercantil de la Comisión General de Codificación. De este modo, cuando se redactó el Anteproyecto de Ley de Modificaciones Estructurales de las Sociedades Mercantiles, se insistió en la idea de que en un único texto legislativo se refundiera el régimen jurídico de las anónimas, el de las limitadas y el contenido de la nueva Ley; pero la objeción de que las modificaciones estructurales podían involucrar también –en teoría– a «sociedades de personas» hizo que no llegara a buen puerto la idea original. En su lugar, se decidió habilitar al Gobierno para refundir las leyes de sociedades anónimas y de responsabilidad limitada, con la adición muy importante –y hábil– del Título X de la Ley del Mercado de Valores, dedicado a las sociedades cotizadas, que la Ley de 17 de julio de 2003 –la «Ley de Transparencia»– había conseguido incorporar al Ordenamiento jurídico al margen de la legislación societaria.
Quienes conozcan esos reinos de taifas en que, cualquiera que sea el signo del Gobierno, se han convertido los distintos departamentos ministeriales comprenderán el escepticismo con el que la habilitación legal fue recibida. La refundición del Título X de la Ley del Mercado de Valores en la anunciada «Ley de Sociedades de Capital» suponía privar al Ministerio de Economía y Hacienda de la capacidad de generación de las futuras reformas legales en materia de sociedades cotizadas para trasplantarla al Ministerio de Justicia, más técnico, más lento y menos en contacto –digámoslo así– con los «poderes reales»; y era previsible que esa «castración» no fuera tolerada. Quizás ante ese generalizado convencimiento de que, por la previsible contienda ministerial, la habilitación no sería utilizada, la elaboración del Texto refundido de la «Ley de las Sociedades de Capital» pasó desapercibida. En el futuro, algún estudioso explicará cómo el Texto pudo salir adelante; hoy quienes pueden explicarlo no deben hacerlo. Pero el observador atento descubre huellas de un «armisticio» cuando lee la disposición derogatoria y comprueba que algunas pocas normas siguen en ese Título X de la Ley del Mercado de Valores en una fijación de fronteras no demasiado clara.
–III–
En todo caso, la «Ley de Sociedades de Capital» se presenta como un mero escalón hacía el irrenunciable propósito de la codificación de la totalidad del Derecho de las sociedades mercantiles o hacia el menos probable de la codificación de la totalidad del Derecho mercantil. Por esta razón, la muy elegante –y clarificadora– Exposición de Motivos de la Ley señala que el Texto refundido nace «con decidida voluntad de provisionalidad», es decir, «con el deseo de ser superado pronto, convirtiéndose así en un peldaño más de la escala hacia el progreso del Derecho».
Pero la provisionalidad no sólo tiene como causa la pretensión de la unidad formal de este sector del Ordenamiento jurídico, sino la necesidad, que muchos consideramos urgente, de repensar los límites tipológicos entre sociedades anónimas y sociedades de responsabilidad limitada y la conveniencia de modernizar en aspectos significativos este Derecho, hecho «golpe a golpe», en épocas muy diferentes, sin una idea rectora suficientemente clara. Ahora, cuando se comprueban las escasas diferencias entre estas dos formas sociales, en un análisis que la sistemática del Texto refundido facilita, se llega a la conclusión de que sobran especialidades pero que, sobre todo, faltan las esenciales. Sobran especialidades porque algunas de las que contiene la «Ley de Sociedades de Capital» no tienen razón de ser; y faltan especialidades para rediseñar con coherencia los perfiles de estas dos formas sociales.
La Exposición de Motivos acierta una vez más cuando denuncia la «superposición» de formas, en el sentido de que para unas mismas necesidades se ofrece a la elección de los particulares dos formas sociales diferentes «sin que el sentido de esa dualidad pueda apreciarse siempre con claridad». En este átono país, la «Ley de Sociedades de Capital» debería constituir ocasión para interrogarse acerca de cuáles deberían ser los «modelos» alternativos. El problema es que en España, como la experiencia enseña, las Leyes provisionales suelen durar muchas décadas…
–IV–
En este contexto el «Comentario» que ahora publicamos no es obra ambiciosa, sino obra que tan sólo aspira a ser útil. La ambición es desaconsejable ante un texto que se autoproclama provisional. Pero la ambición, además, carece de sentido ante una Ley nueva hecha de artículos con historia, es decir, con normas legales que, salvo excepciones, ya han sido estudiadas, ya han sido comentadas y ya han sido aplicadas. Se trata simplemente de ofrecer al lector, un análisis elemental de cada uno de los artículos de ese texto legislativo que tiene como objeto uno de los segmentos del Derecho mercantil más y mejor estudiados por la doctrina científica española. En lugar que tener que rastrear el estado de la cuestión en la amplia bibliografía nacida bajo la vigencia de la Ley de Sociedades Anónimas –antes y después de la extensa reforma de 1989– y de las sucesivas Leyes de Sociedades de Responsabilidad Limitada, los interesados en las sociedades de capital –abogados, jueces, notarios y registradores mercantiles– disponen ahora de un análisis sistemático, artículo por artículo, de las distintas normas legales generales en materia de sociedades de capital. Si –como antes decíamos– la Ley de Sociedades de Capital no es un texto de llegada, sino un texto de partida, el «Comentario» sólo pretende ofrecer un primer elemento desde el que desarrollar el pensamiento y la investigación para un conocimiento más profundo y problemático del Derecho en vigor. Como son muchos los artículos que se comentan, la obra puede parecer extensa, pero esta impresión se desvanece en cuanto se comprueban las pocas páginas dedicadas a cada una de las normas que se integran en la nueva Ley. Con todo, en esas páginas está el esfuerzo generoso de algunos de los mejores especialistas del Derecho de las sociedades de capital y de algunos de sus más cualificados discípulos; y está también, para quien sepa encontrarla, la huella de los maestros de las anteriores generaciones que han abierto el camino por el que ahora podemos avanzar. Porque el progreso del Derecho nunca es el fruto de la improvisación, sino el resultado de las obra continuada de los hombres.
El «Comentario» es obra colectiva y, como toda obra de este carácter, ha suscitado no pocos problemas de coordinación, que los directores no siempre han sabido o podido solucionar. El respeto a la interpretación que cada autor hace de la norma por él comentada sólo permite sugerencias y observaciones, pero debe rendirse ante lo que, con mejor o peor fortuna, el propio autor sostiene. Pero, a pesar de ello, se ofrece como una obra unitaria en metodología y en propósitos, en la que cada autor –y, por supuesto, cada director– es responsable de los artículos que firma, y sólo de ellos.
El «Comentario», en fin, es obra escrita desde la Universidad en la que han aunado esfuerzos autores de muy distinta procedencia académica, una obra en la que han participado estudiosos de todas las «escuelas» y de todas las «sensibilidades», en un esfuerzo de colaboración que hasta ahora, por la intensidad de esa colaboración, no ha tenido precedentes entre los mercantilistas españoles. Más allá del origen de cada uno, ha pesado el presente que compartimos y el futuro inevitablemente común. Sin duda, este rasgo de la obra es el que más íntimamente nos satisface1).
Madrid, 6 de enero de 2011
Ángel Rojo | Emilio Beltrán |
I. ANTECEDENTES: EL MANDATO DE REFUNDICIÓN Y SU ALCANCE
El punto de partida de la elaboración de la Ley de Sociedades de Capital se encuentra, como es sabido, en el mandato de refundición contenido en la Disposición Final Séptima de la Ley de Modificaciones Estructurales de las Sociedades Mercantiles, de 3 de abril de 2009. Tal Disposición, incorporada como Final Sexta al Proyecto de Ley en el trance de su remisión al Parlamento, encomendaba al Gobierno la tarea de refundir, en el plazo de un año y bajo la denominación de «Ley de Sociedades de Capital», las normas vigentes en la materia (Leyes de sociedades anónimas y de responsabilidad limitada, régimen de la sociedad comanditaria por acciones en el Código de Comercio y de la sociedad cotizada en el Título X de la ley del Mercado de Valores). En la previsión inicial de la Disposición se incluía también en la refundición la propia Ley de Modificaciones Estructurales, pero una enmienda aprobada en el Senado (la número 25 del Grupo Parlamentario Socialista) eliminó esta referencia, entendiendo, como así lo indicaba la justificación de la citada enmienda, que una Ley de aplicación a todas las sociedades mercantiles, y no sólo a las de capitales, debía quedar excluida de tal empeño. El último apartado de la Exposición de Motivos, que trascribo a continuación, ilustraba bien de los fines asignados al mandato de refundición: servir de estación de tránsito para una futura reordenación o codificación del Derecho societario español («Por último, como la necesidad de perfeccionamiento de un sector tan sensible como el ordenamiento societario debe acompañarse de un esfuerzo de racionalización normativa, la presente Ley representa una solución transitoria a la espera de que llegue el momento oportuno para una codificación o, al menos, para una compilación del Derecho de las sociedades mercantiles en un cuerpo legal unitario en concepciones básicas, que suponga la derogación del notablemente envejecido Título I del Libro II del Código mercantil de 1885. En esa transición y avance ha de situarse la Disposición final séptima, que habilita al Gobierno para que proceda a refundir en un único texto legal las leyes reguladoras de las sociedades de capital [sociedades anónimas, sociedades de responsabilidad limitada y sociedades comanditarias por acciones], regularizando, aclarando y armonizando los textos legales que tengan que ser refundidos»).
El mandato de refundición estaba concebido en los términos más amplios que permite el artículo 82.5 de la propia Constitución; esto es, la autorización para refundir mediante Real Decreto Legislativo no quedaba circunscrita a la mera formulación de un texto único, sino que hacía posible «regularizar, aclarar y armonizar» los textos legales objeto de la refundición, términos que reproducía la misma Disposición origen del mandato. Es obvio que el alcance del mandato así configurado concedía un margen suficiente para operar sobre una materia (las leyes de sociedades de capital, principalmente) con abundantes remisiones, duplicidades, desajustes y superposiciones que podrían ser corregidas en el desarrollo de la refundición. No hubiera sido viable, en todo caso, configurar una categoría legal nueva, en sentido estricto, en torno a la «sociedad de capital», que convirtiera en tipo único, con las oportunas especialidades, lo que en el Derecho preexistente eran, y siguen siendo, dos tipos diferenciados de sociedad de capital; dicho en otros términos, el mandato de refundición no permite transformar los tipos societarios anónima y limitada en dos subtipos de uno nuevo, sociedad de capital.
El dictamen emitido por el Consejo de Estado (núm. 1977/2007) a propósito de la Ley de Modificaciones Estructurales ya había hecho esta advertencia al valorar la Disposición Final Sexta del entonces Proyecto de Ley, indicando que si el objetivo era «la consecución de una disciplina común de las sociedades de capital», debiera haberse empleado otro instrumento normativo capaz de producir tal transformación legal; esto es, una ley de bases para la formación de un texto articulado de nuevo cuño, o un proyecto de ley con capacidad derogatoria de la normativa anterior, pero no un texto refundido, por mucha amplitud que quisiera darse al mandato de refundición a través de la opción constitucional elegida. Así venía a reiterarlo también el dictamen ahora emitido (núm. 1041/2010) sobre el Proyecto de Real Decreto Legislativo en que se materializaba la Ley de Sociedades de Capital: «el legislador ha dejado clara su voluntad de utilizar el instrumento de la delegación legislativa armonizadora para conseguir el ambicioso objetivo de una ley de sociedades de capital, tipo legal que se crea en la propia disposición habilitante, pero también es claro que incluye los tipos legales preexistentes» que, añado, ni quedan sustituidos por uno nuevo, ni desaparecen como tipos diferenciados; se trata de armonizarlos y coordinarlos mejor, no de eliminarlos ni desnaturalizarlos. No era éste, obviamente, el camino para resolver la «vieja cuestión tipológica» que el Derecho español de sociedades tiene planteada desde hace tiempo.
Descrito así el origen normativo y el alcance del mandato de refundición, convendrá preguntarse tanto por su necesidad, como por su utilidad, antes de pasar a exponer el itinerario seguido por la iniciativa. ¿Era imprescindible abordar tal empeño?; ¿era urgente hacerlo?; ¿era cuando menos conveniente? Que el Derecho societario español venía arrastrando desde hace largo tiempo una situación no precisamente ordenada, es una constatación habitual que no requiere mayor demostración. Rota definitivamente la unidad del Código de 1885 con la promulgación de las dos leyes societarias de los años cincuenta del pasado siglo, el decisivo trance de su adaptación al acervo comunitario casi cuarenta años después, tras haber fracasado diversos intentos intermedios de actualización, produjo, sin duda, frutos apreciables de modernización, pero no llegó a configurar un ordenamiento correctamente sistematizado en la materia. Lo prueba bien el hecho de que el nuevo régimen de la sociedad anónima, surgido de la reforma de 1989, no era una ley de nuevo cuño, sino formalmente un texto refundido de la de 1951, que introducía en un molde envejecido el material acumulado en las Directivas comunitarias entonces vigentes. Más perspectiva tenía la Ley de sociedades limitadas de 1953 que, al no ser tan intensamente tributaria de los mandatos comunitarios, operó con un margen de autonomía que permitió construir un tipo societario con régimen propio actualizado. Pervivió, no obstante, en relación directa con unas exigencias de capital mínimo que no se han revisado desde entonces, una amplia y confusa zona de «convivencia tipológica», históricamente no resuelta entre nosotros. A partir de ahí, el creciente predominio en la utilización de la sociedad limitada sobre la anónima, y la irrupción intensa del Derecho del Mercado de Valores en el ámbito societario, con la conocida atracción a ese espacio de la emergente sociedad cotizada, alteró notablemente las coordenadas bajo las que se había configurado nuestro Derecho de sociedades tradicional. Más parecía que la estructura normativa y sistemática de los últimos tiempos fuera el resultado de una superposición casual, o de una acumulación generada por el paso del tiempo y por los sucesivos retoques parciales, y no el fruto de un replanteamiento consciente y reflexivo de la situación. Tampoco entre nosotros había cristalizado intento alguno de nueva codificación, que, respondiendo a las exigencias de la nueva época, ordenara los tipos, jerarquizara las normas, distinguiera lo común de lo especial y evitara duplicidades, al modo en que otros ordenamientos comparados lo habían hecho, siguiendo pautas distintas. Los ejemplos de Francia o Portugal, además del peculiar modelo italiano, son bien conocidos al respecto, como es bien conocida la frustración, tan injusta como poco explicada, con que se saldó la iniciativa más seria hasta entonces intentada, que fue el Anteproyecto de Código de Sociedades Mercantiles elaborado en 2002 en el seno de la Sección de Derecho Mercantil de la Comisión General de Codificación.
En este estado de cosas, la aprobación de la Ley de Modificaciones Estructurales, una de las pocas normas de alcance y efecto transversal sobre el conjunto del Derecho de Sociedades, constituyó sin duda una llamada de atención suficientemente expresiva en relación con el problema descrito. Que era útil y conveniente poner en marcha algún mecanismo que permitiera sistematizar mejor la materia societaria, no ofrecía muchas dudas; cabía pensar que, además, era necesario, imprescindible y urgente hacerlo, y no faltarían razones para estimarlo así, aunque estos atributos tan concluyentes siempre son susceptibles de cierta relatividad. Lo útil y conveniente son juicios de valor abstractos e incondicionados; lo urgente, lo necesario o lo imprescindible son juicios más matizables, sometidos a contraste y a comparación. Cuestión distinta es si la refundición prevista constituía el instrumento adecuado al objetivo fijado, habida cuenta que tal técnica de ordenación está fuertemente mediatizada por el Derecho preexistente, que debe conservarse en lo material aunque experimente alteraciones formales, aun sin descartar que éstas terminen induciendo novedades sustanciales, con frecuencia no expresamente previstas de modo intencionado por el propio refundidor, sino derivadas de la interpretación doctrinal o de la aplicación notarial, registral, o judicial. De ahí que la Ley de Sociedades de Capital fuera concebida como un paso intermedio, no exento de objetivos directos e inmediatos sobre la materia societaria pre vigente, pero en última instancia encaminado a un fin más amplio, al que habría de servir a la vez de anticipo y de acicate, como lo es el nuevo intento de codificación, actualmente en fase de preparación, ya bastante avanzada.
La misma Exposición de Motivos se muestra bien consciente de esa función mediata, orientada hacia el impulso de una tarea aún inacabada, de los límites implícitos a la opción elegida, y del valor estratégico del resultado obtenido. La expresa «voluntad de provisionalidad», que su apartado V proclama, es la más cualificada «confesión de parte» que cabría esperar. La confirmación, o no, de tal vocación en el futuro, permitirá juzgar la eficacia, la corrección, y hasta la bondad, del paso dado; mientras tanto, habrá que analizar si el grado de armonización conseguido justifica por sí mismo el esfuerzo, lo que ya estaría fuera de duda si el Derecho de Sociedades de Capital resultante hubiera mejorado la sistemática, el contenido, la comprensión, la interpretación y la aplicación del preexistente.