Si se me permite el juego de palabras, el delito es algo que merece la pena. La pena es mayor si el injusto es doloso que si es imprudente porque nuestros Códigos Penales parte de que el primero es más grave. Este es el punto de partida del presente trabajo. Esto es así, se defiende a lo largo de la obra, porque el injusto imprudente es siempre un supuesto de error. La imprudencia es siempre un error de tipo.
A pesar de ello, el hecho se imputa al agente no por causa de su error, sino a pesar de su error. El error no exime de responsabilidad porque está vinculado a una conducta contraria a deber y, por ello, la conducta es antijurídica. En realidad tal error puede versar sobre los elementos que configuran el hecho típico (en los delitos puros de resultado un error sobre el riesgo típico o en los delitos con elementos normativos un error sobre la normativa extrapenal) pero también sobre los presupuestos que habilitan que la actuación sea conforme a Derecho (por ejemplo, creencia errónea sobre el hecho de ser víctima de una agresión delictiva).
El error es una falta de correspondencia entre lo abarcado por la consciencia y la realidad. No hace falta que el sujeto tenga una representación alternativa de la realidad, sino simplemente que no se represente alguna circunstancia relevante desde el punto de vista del tipo correspondiente. Todo error de tipo es, a su vez, un error de prohibición o mandato, por lo cual el delincuente imprudente nunca conoce la disconformidad de su conducta con respecto a lo prescrito por la norma. Esta es una de las razones que nos hacen ser más tolerantes con la delincuencia imprudente.