La dignidad de la persona es una noción que se ha ido afianzando a lo largo del devenir histórico. La recepción en la CE de 1978 de la dignidad de la persona es un resultado muy perfeccionado de la forma tradicional de comprensión de dicha noción a lo largo de la historia, pues aun cuando su acogida por el constituyente encierra ya un logro normativo excepcional, sobre todo en orden a su difícil reversibilidad2, éste se puede observar como el producto de un largo proceso de consolidación determinado por la intermitente permeabilidad del legislador ante un constante esfuerzo intelectual filosófico que se inicia muchísimo tiempo atrás.
Se percibe así históricamente y en primer lugar como un mero reconocimiento de cierta dignidad individual limitada a unos pocos, gradualmente se expande a más, para finalmente generalizarse a todos como una noción considerablemente más amplia y vinculada al disfrute de los derechos fundamentales3. Tal amplificación se observa pues en dos direcciones, en cuanto a contenido de su significado y en cuanto a titularidad, como una progresión que ha ido de menos a más, desde una dignidad individual condicional a una dignidad de la persona comprendida en general.