Derecho penal preventivo orden público y seguridad ciudadana
Introducción. Derecho penal preventivo, orden público y seguridad ciudadana.
Alberto Alonso Rimo
Profesor titular de Derecho penal. Universitat de València.
¿Vale más prevenir que curar? En términos jurídico-penales la respuesta a esta cuestión debiera ser, definitivamente, negativa. Y, sin embargo, la prevención constituye uno de los objetivos esenciales que define el Derecho penal contemporáneo. Hoy en día, en efecto, se admite de forma muy generalizada que la pena debe obedecer a una finalidad preventiva, que no tiene sentido castigar de manera desvinculada de fines utilitarios. La aparente contradicción planteada se desvanece si se atiende a que para que tal función preventiva resulte compatible con el Derecho penal de un Estado democrático de Derecho se han de observar, al menos, las dos siguientes exigencias básicas:
En primer lugar, habida cuenta de la gravedad de las consecuencias jurídico-penales y de la necesidad que un tal modelo de Estado comporta de priorizar la libertad y de respeto a la dignidad humana, aquellas consecuencias solo deben imponerse una vez que el hecho dañoso –entendido éste como hecho que lesione un bien jurídico (esencial) o que lo ponga en peligro relevante– se haya producido. Según esto, no cabe castigar actuaciones inocuas con la finalidad de impedir de ese modo que tenga lugar la conducta propiamente dañosa. Es en tal sentido en el que se suele contraponer Derecho penal preventivo frente a Derecho penal represivo1), constituyendo este último el modelo que, de acuerdo con nuestros presupuestos político-constitucionales, debe prevalecer.
El segundo requisito que considero fundamental para que sea posible hablar de un Derecho penal preventivo ajustado a los parámetros garantistas de nuestra forma de Estado, y que se encuentra estrechamente relacionado con el anterior, es que la gravedad de la consecuencia jurídica no rebase la del hecho cometido y que, por consiguiente, la función preventiva a aquélla asignada quede necesariamente condicionada por dicho límite. De no ser así, el hecho cometido se convierte en un pretexto para reaccionar más allá del mismo, con base en un hecho futuro.
Cuando se sanciona, en efecto, con una pena desproporcionada, que claramente excede la gravedad del comportamiento concreto por el que se impone, en realidad, y en lo que se refiere a ese plus de penalidad, no se está castigando ya porese hecho. Lo mismo que sucede cuando el hecho castigado no reúne la suficienteofensividad como para ser objeto de castigo penal: en tal supuesto la pena, por mínima que sea, no se fundamenta, en puridad, en ese hecho –en la lesión o en el peligro por él generado de manera culpable– sino en algo que se quiere evitar que suceda en el futuro o en la mera peligrosidad del autor (aunque se utilice aquel hecho como coartada a tal efecto)2).
Penar –nada menos– sin que ello pueda fundamentarse en una interferencia efectiva y relevante en la libertad ajena no resulta admisible, pues no es compatible con las ideas de primacía de la libertad (frente a la seguridad) y de respeto a la dignidad humana sobre las que se erigen, según se recordaba más arriba, las bases de un Estado democrático y de Derecho.
Por eso decía al principio que, penalmente, frente al dilema de prevenir –actuando antes de que tenga lugar el hecho dañoso– o bien curar –actuando después– resulta preferible –o, mejor, solo resulta legítimo– lo segundo. Esto obviamente no significa, en el sentido explicado, que no exista margen en el Derecho penal para la prevención, siempre que se entienda ésta no como su fundamento sino como su finalidad y sometida en todo caso a los indicados límites retributivos. El carácter marcadamente retrospectivo que define el fundamento y el límite (máximo) de la pena, que remiten al hecho pasado, resulta compatible con la orientación prospectiva de su objetivo de evitación de delitos (futuros), siendo así como estimo que debe articularse la síntesis entre prevención y retribución que, bajo muy distintas formas, postulan las hoy mayoritarias teorías mixtas de la pena o de la unión.
Podrá, tal vez, pensarse que cuanto se ha expuesto suena a obvio o a antiguo, en la medida en que viene a afirmar en última instancia la irrenunciable vigencia de principios básicos del Derecho penal como el del hecho, el de ofensividad y el de prohibición de exceso (y aquí, en particular, de las exigencias de fragmentariedad y de proporcionalidad en sentido estricto). En realidad, de eso se trata: de reivindicar los principios penales clásicos ante un panorama legislativo que refleja –en algunos casos de manera muy evidente, en otros más encubierta–, y como por lo demás viene denunciando desde hace tiempo parte de la doctrina, una acusada tendencia a la prevención más allá de esos límites señalados como infranqueables, esto es, a la preterición de esas premisas básicas (quizás obvias y antiguas, pero igualmente ignoradas)3).
No creo que la demanda social de mayor tutela penal y la obstinada disposición del legislador a satisfacerla sean en sí mismas razones atendibles ante las que debamos resignarnos. De otro modo podríamos acabar aceptando cualquier cosa. Acotar, por otra parte, la relajación de los principios penales a ámbitos concretos, legitimar reductos menos garantistas, con la esperanza de que de esa forma se instauren barreras de contención, de evitar así males mayores, es una pretensión que, como tantas veces se ha subrayado ya, cabe calificar a estas alturas casi de quimérica, pues los hechos se encargan de rebatirla una reforma legislativa sí y otra también: el Derecho penal antigarantista va ganando terreno implacablemente –en sentido horizontal y vertical, como indica de modo gráfico ASHWORTH4)–, contaminando de manera indiscriminada nuevos delitos y penas, sin atender tampoco en absoluto a tales límites amortiguados, en teoría más ajustados a la realidad.
En la línea de lo que se viene exponiendo, y aunque no es desde luego una expresión nueva, se habla de forma creciente de Derecho penal preventivo y, particularmente en los últimos tiempos en el ámbito anglosajón, de justicia preventiva5) para llamar la atención sobre esta evolución de las legislaciones contemporáneas. Pero utilizar en este contexto el término “preventivo”, al menos así tout court, puede resultar ambiguo. La prevención, según se ha reiterado, constituye la finalidad esencial del Derecho penal6). Dado que es posible un Derecho penal preventivo legítimo –pues, insisto, partimos de que toda medida penal es, por vocación, preventiva– conviene entonces precisar a partir de qué momento o con base en qué criterios un tal Derecho (penal y preventivo) se convierte en estrictamente o puramente preventivo –y con ello, en principio, en ilegítimo–. Y esto es algo, me parece, que no siempre se hace con claridad. A mi juicio, de acuerdo con lo establecido hasta aquí, la clave residiría en la idea –expresada ahora en términos muy sintéticos– de prevención sin límites y, en especial, sin los límites que impiden que la intervención penal opere antes de que acaezca el propio hecho dañoso o bien más allá del mismo (extralimitándose en la reacción frente al hecho concreto cometido, lo que hemos visto que resulta equivalente a lo primero)7).
En esa medida es fácil encontrar puntos de conexión entre el llamado Derecho penal preventivo o la justicia (penal) preventiva y otros modelos propuestos para describir y analizar críticamente el derecho positivo actual como el Derecho penal del enemigo8), el de la seguridad ciudadana9) o el del riesgo10), por mencionar solo tres ejemplos; y, en fin, entre todos ellos y el Estado de la prevención, que conforme a la formulación de DENNINGER se caracterizaría por renunciar a la seguridad jurídica en favor de la seguridad de los bienes jurídicos11).
Uno de los principios que se ve sometido a más tensiones como consecuencia de esta clase de corrientes político-criminales imperantes es, sin duda, el principio del hecho. Estimo en ese sentido que en la coyuntura presente cabría concederle a dicho principio una dimensión (aún) mayor de la que tradicionalmente se le atribuye como contra modelo del Derecho penal de autor.
El contenido incuestionable del principio del hecho consiste en la proscripción del castigo del pensamiento. Esto, que no es poco, resulta, sin embargo, insuficiente. El citado principio no puede limitarse a exigir la realización de un hecho externo cualquiera. Como antes veíamos, castigar un hecho externo que no reúna la mínima ofensividad exigible para ser susceptible de sanción penal o hacerlo por encima de su gravedad, propiamente supone utilizar el hecho concreto como ocasión para punir otra cosa, para criminalizar más allá del mismo. Pues bien, cabe entender que esto último –no castigar exclusivamente por el hecho, usarlo como coartada– se produce desde luego cuando tal castigo (desproporcionado) obedece a razones que tienen que ver con el autor o su peligrosidad, pero también si aquél se explica por razones de prevención general exacerbada (como sucede, por ejemplo, en los delitos cumulativos o de peligro presunto)12). Vistas así las cosas no toda vulneración del principio del hecho implicaría hacer Derecho penal de autor (aun cuando sí siempre que se haga esto último se vulnerará el principio del hecho). La pregunta sobre si hecho individual o personalidad como fundamento de la sanción, que se planteaba como interrogante esencial a principios del siglo pasado para determinar la estructura de un sistema penal13), sigue siendo –a la vista del derecho positivo– de una importancia indiscutible. Pero también en la era de la sociedad del riesgo14), en el marco de la política criminal de las sociedades postindustriales15), resulta crucial preguntarse, a esos mismos efectos estructurales, sobre si hecho individual o riesgo general como fundamento de la pena; o expresado de otra forma: urge resolver si es legítimo satisfacer a través de la pena necesidades de prevención general más allá del límite que representa la gravedad del hecho concreto cometido. En mi opinión, ya está dicho, no lo es.
Finalmente, me parece pertinente recordar aquí que, como subrayan VIVES ANTÓN y CUERDA ARNAU, cuando hablamos de bienes como el orden público, la paz pública y la seguridad ciudadana –bienes que los referidos autores denominan “de segundo orden”, por cuanto nacen para proteger a otros más relevantes como la vida o la salud (que serían los bienes jurídicos “materiales”)– la afectación a la libertad que la intervención punitiva implica es más profunda y por ello el castigo se vuelve más difícil de justificar16). Esta consideración debe tenerse en cuenta también en el ámbito del Derecho administrativo sancionador, que precisamente bajo la cobertura de los resbaladizos conceptos de orden público y seguridad ciudadana experimenta asimismo en los últimos tiempos una indudable extensión, sin que, como es sabido, ello haya redundado en un aligeramiento significativo de las infracciones menores en el marco penal, frente a lo que aparentemente se pretendía con la derogación de las faltas en la reforma penal de 2015. En cualquier caso, lo que se quiere resaltar ahora principalmente es que no resulta aceptable la opción de derivar la prohibición de conductas al Derecho administrativo sancionador para allí operar de manera incontrolada, sin límites, y en particular prescindiendo de las exigencias de los principios de ofensividad y de prohibición de exceso o proporcionalidad en sentido amplio. Se habla ya de Derecho administrativo del enemigo17). Y en este contexto conviene tener presente los desmanes a que han llegado nuestros vecinos británicos, que cuentan con instrumentos como las preventive orders –reguladoras de extremos muy diversos, entre ellos el indebido uso del espacio público– o las diferentes modalidades de preventive detention orientadas a neutralizar a los sujetos peligrosos, que comportan en ambos casos importantes restricciones de las libertades y que, según se suele denunciar, constituyen Derecho penal camuflado (y, cabría añadir: preventivo, en el peor sentido posible del término) bajo la apariencia de medidas de naturaleza civil y administrativa18).
En línea con las preocupaciones expresadas en las páginas anteriores, el proyecto de investigación en cuyo marco se ha llevado a cabo esta publicación (DER2016-77947-R, AEI/FEDER, UE) se guía por la idea de contribuir desde la crítica razonada a una restricción del alcance ilegítimamente preventivo de la potestad punitiva estatal –en especial en la esfera de las infracciones contra el orden público– y a la concreción de los límites que deben regir a esos efectos. Los primeros resultados de dicha empresa se plasmaron en un volumen anterior, dedicado específicamente al análisis de los delitos de terrorismo19). Con la finalidad de seguir avanzando en la consecución de los objetivos generales enunciados, en la presente obra se realiza, en primer lugar, un estudio de algunos de los principales rasgos que definen la aludida deriva preventiva del sistema punitivo contemporáneo, teniendo en cuenta para ello la perspectiva de los ordenamientos español, británico, alemán e italiano (VIVES, ASHWORTH, ZEDNER, GRECO, GARGANI). A continuación, y tras una aproximación histórica (VILLAMARÍN) y desde el derecho actual (ORTS) al concepto de orden público, se examinan diversos aspectos de la legislación española vigente vinculados a la tutela del orden público y de la seguridad ciudadana que, por unas u otras razones, han cobrado especial relevancia en los últimos tiempos y que sirven de significativos indicadores de la citada tendencia, tanto en el ámbito penal (segunda parte) como en el del Derecho administrativo sancionador (tercera parte): la nueva configuración de los delitos de desórdenes públicos (JUANATEY, GILI), los delitos de rebelión y sedición en el contexto del llamado proceso catalán (COLOMER, SANDOVAL), la polémica Ley de seguridad ciudadana de 2015 (PORTILLA), las ordenanzas de convivencia (ALARCÓN), la regulación relativa al ejercicio de la prostitución en el espacio público (MAQUEDA) o al uso de drones por razones de seguridad ciudadana (LUCAS TOBAJAS). Por último, y aunque creo que es posible decir que se trata de una inquietud que sobrevuela todo el libro, en su cuarta parte se presta especial atención al plano de los derechos fundamentales y a la incidencia que en éstos pueden tener las denominadas políticas punitivas del orden público. A tal fin se analiza, en concreto, el ámbito de ejercicio legítimo del derecho de reunión y manifestación a la luz de la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos (LÓPEZ GUERRA) y de los tribunales españoles –al hilo aquí del controvertido caso Aturem el Parlament– (TOMÁS-VALIENTE), la sobrecriminalización de los delitos de expresión (CORRECHER), la aplicación del discurso del odio en referencia a agentes institucionales (ANDEREZ) y el concepto y fundamento de la desobediencia civil (DE LUCAS).
No se puede entrar aquí, por limitaciones de espacio, en el comentario y análisis, ni siquiera en la síntesis, de las veinte contribuciones que componen la obra. Éstas, en realidad, exceden en mucho los temas que, en clave telegráfica, se acaba de señalar que tratan. Son, además, fecundas en propuestas de lege lata y de lege ferenda, también en algunos casos en sugerencias sobre las vías por las que debería discurrir la discusión académica en el futuro. Creo que tanto los autores como el contenido de los respectivos capítulos hablan por sí solos, y que lo hacen a favor de la obra. Me limito por eso a añadir ahora, ya para concluir esta presentación, que el conjunto de los trabajos permite constatar fundadamente que asistimos a un descontrolado proceso de sobredimensión de la función preventiva del Derecho penal y del Derecho administrativo sancionador, y que al mismo tiempo ofrece una estimable reflexión crítica, desde una perspectiva plural e interdisciplinar (penal, administrativa, constitucional, filosófica, histórica), sobre los importantes riesgos que este fenómeno comporta. Tales riesgos –pienso que ello también se refleja de forma elocuente a lo largo de las páginas que siguen– constituyen ya, y cada vez en mayor medida, una realidad. En cambio está por ver la entidad de las consecuencias que tendría prescindir de todos esos mecanismos puramente preventivos, tanto de los vigentes como de otros que se ciernen sobre nosotros (y los que vendrán, pues, igual que el miedo, la prevención no conoce límites). Mi impresión es que tal repercusión sería más bien escasa en términos de disminución de la seguridad. Es decir, que la gran mayoría de los excesos preventivos no se pueden justificar ni siquiera en términos de necesidad y utilidad. Y sin embargo, se debe insistir en ello, su incidencia en las garantías y libertades básicas es cada vez más insoportable.
Quiero dar las gracias muy sinceramente a todos los autores por la dedicación y el tiempo invertidos en la elaboración de sus valiosas contribuciones. La realidad es que constituye para mí un honor haber dirigido esta publicación (solo ya atendiendo a los participantes resultará evidente por qué). Mi agradecimiento se extiende también a los miembros del ya citado proyecto de I+D+I sobre “Justicia penal preventiva y tutela del orden público” en el que se enmarca esta investigación. Dicho proyecto está financiado por el Ministerio de Ciencia, Innovación y Universidades, la Agencia Estatal de Investigación y el Fondo Europeo de Desarrollo Regional, y adscrito al Instituto Universitario de Investigación en Criminología y Ciencias Penales de la Universitat de València, aunque se beneficia asimismo de la relevante colaboración de académicos de otras Universidades y Centros de investigación (Universitat de Barcelona, Universidad de La Laguna, Universidad de Alicante, Oxford University, New York University, Max-Planck-Institut für ausländisches un internationales Strafrecht).
Las bases de este libro se sentaron en el congreso internacional sobre “Orden público, Seguridad ciudadana y Justicia preventiva” que se celebró en Valencia durante los días 21, 22 y 23 de noviembre de 2018. El mismo no hubiera sido posible sin la ayuda logística y económica de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo, en cuya sede de Valencia tuvo lugar el congreso, y sin la financiación de las instituciones públicas más arriba mencionadas (MICINN/AEI/FEDER, UE) e igualmente del Vicerrectorado de Investigación, la Facultad de Derecho, el Instituto de Criminología y el Departamento de Derecho penal de la Universitat de València. Agradezco también su participación a aquellos ponentes del congreso que, por razones diversas, no han podido intervenir finalmente en esta obra (Marisa Cuerda, Juan Antonio Lascuraín, Àngels García, Ángel Ilario, José María Nacarino, Manuel Maroto y Pau Bares). Merece especial agradecimiento David Colomer, por su eficaz labor como codirector del citado congreso y como coordinador de este volumen.