Esta obra trata de abordar, con seriedad y rigor, el derecho de huelga (configuración y régimen jurídico) así como toda la problemática suscitada en su tratamiento normativo y jurisprudencial. Se incide, ante todo, en los puntos más críticos estudiando reflexivamente los problemas aplicativos planteados por los correspondientes grupos de normas reguladoras, estableciendo un diálogo permanente y un completo contraste de pareceres entre la doctrina jurídica y la doctrina jurisprudencial en los distintos ámbitos del orden jurisdiccional. Reflexionamos sobre los elementos más relevantes que pueden permitir la culminación (con más de cuarenta años de retraso) de la configuración del derecho de huelga en nuestro ordenamiento. En un sistema jurídico que garantiza el derecho de huelga como derecho subjetivo y como derecho fundamental, la Constitución “prefigura” y “configura” en su contenido esencial el derecho de huelga.
Esto significa que en materia de derechos fundamentales necesariamente se produce un ensamblaje especialmente penetrante entre la Constitución “conformadora” y la Ley que debiera regular el ejercicio del derecho fundamental. El resultado debiera ser el diseño de un determinado modelo normativo de derecho de huelga. Pero hay más: Constitución y legislación actúan sobre un mismo derecho fundamental, en los términos de una verdadera y auténtica “colaboración internormativa” en la que cada uno de los “legisladores”, el constituyente y el constituido, tiene asignada su propia función. Esto explica la importancia concedida al enfoque jurídico-constitucional y la orientación de la indagación científica hacia la búsqueda de aquellos elementos del sistema legal que permiten identificar más adecuadamente ese modelo normativo frente a otros posibles en el marco constitucional.
Introducción.
“Por huelga se entiende, por regla general, en nuestros días, todo cese concertado de actividad que se proponga obtener una mejora de las condiciones según las cuales se ejerce esta actividad o impedir un empeoramiento de estas condiciones […] El hecho existió en las costumbres antes de que el término en la lengua”
GEORGES LEFRANC1)
“Considerar la huelga como derecho parece ser un triunfo de la clase trabajadora, cuando en realidad es la única manera que existe de ‘domesticar’ ese fenómeno social, consolidado por la vía de los hechos”
JOSÉ VIDA SORIA2)
La huelga no es una figura creada por el derecho; ella ha nacido de la realidad social3). En la dinámica de las relaciones laborales, los tipos y tácticas del conflicto dan lugar a una morfología de comportamientos humanos los cuales son históricamente aceptados y descritos sobre todo ex post. Por ello mismo no se puede extraer la experiencia sindical del contexto de todas las relaciones sociales en las que ella es parte integrante4).
La huelga es la manifestación principal del conflicto “declarado”. La huelga es, ante todo, un fenómeno social de no colaboración, mucho antes de ser una institución jurídico-positiva5). Es un fenómeno bastante complejo, expresión de un malestar que puede manifestarse en multitud de formas, que analíticamente pueden reflejar un conflicto organizado (normalmente sindical) o un conflicto no organizado (o espontáneo). Pero que la huelga sea la forma de expresión principal de conflicto industrial no supone que se confunda con él, ni siquiera que a través de ella se localice la presencia de todos los conflictos; la huelga no agota las distintas y variadas formas de expresión del conflicto. Ello es tan evidente como el hecho de que la ausencia de huelgas no significa necesariamente la ausencia ni de conflicto ni de otras formas exteriorizadas de expresión del mismo. El dato deberá retenerse porque las limitaciones a la acción huelguística pueden traducirse al tiempo en formas “desviantes” de manifestación de la conflictividad, ante el comprobado fenómeno histórico del alto grado de sustituibilidad entre las mismas.
En sus distintas formas de expresión el fenómeno de la huelga viene a situarse entre la protesta empresarial y la más amplia expresión del descontento social, siendo la lógica de la acción directa muy distinta según las variables del contexto institucional y de relaciones industriales en que se desarrolle. Esto quiere decir que metodológicamente se deberá de estar a las características del contexto institucional y a la misma tradición sindical que enmarcan el conflicto en el plano de cada formación social6). Ello pone de relieve que la fenomenología de la huelga (y como se verá después también su “regulación”) depende de un complejo de condiciones (sociales, económicas y políticas) en las que se origina el conflicto: el desenvolvimiento vital del hecho huelguístico está en función del modo de vivir de una comunidad, que no sólo “determina”, sino que además contribuye a “definir” las relaciones entre los actores del sistema7).
Todos esos factores contextualizan el sistema de relaciones industriales, articulado según el modelo-tipo de las relaciones de carácter triangular, del que no se puede prescindir en el análisis de cualquiera de las instituciones laborales. La huelga no es una excepción, tanto más si se repara en que la misma constituye un “medio” utilizable por los trabajadores por cuenta ajena con indiferencia de las continuas contingencias que motiven su uso. Es así, la huelga no constituye un simple elemento del funcionamiento del sistema de relaciones laborales, sino un presupuesto de la fundamentación del mismo: el sistema de relaciones laborales es la respuesta al conflicto industrial del que la huelga constituye la forma más evidente de expresión8).
Pero la huelga –siendo un fenómeno esencialmente colectivo– es, sin embargo, una institución singular por la relevancia que asume el comportamiento individual del trabajador: en la huelga es el comportamiento abstencionista del trabajador el que adquiere el papel de elemento materializante del fenómeno colectivo. De ahí que adquiera un cierto carácter diferencial respecto al hecho de que en los demás institutos del sistema de relaciones laborales la posición del trabajador individual queda en un segundo plano porque el rol principal en todo momento lo desempeña el sujeto colectivo.
Huelga –expresión relativamente moderna– es una palabra que hoy se utiliza para las más diversas expresiones de protesta, obstrucción social, o no colaboración9). El origen de la palabra se encuentra en holgar, del latín “follicare”, que significa tomar aliento, descansar, respirar10). También huelga, de huelgo, como el espacio de tiempo en que se está sin trabajar11).
Es bien conocida la evolución del movimiento huelguístico en los países desarrollados12) y su consideración como factor de dinámica social13). Del fenómeno interesan dos elementos importantes para el análisis del marco normativo institucional de la huelga: la tendencia a aumentar el grado de institucionalización del conflicto industrial14), por un lado, y por otro, el hecho de que, a pesar de los augurios cómodamente trazados en un período de estabilidad económica, ha quedado desmentido en la prueba de los hechos el pretendido declive del recurso a la acción directa. La experiencia de fuerte aceleración de la conflictividad de los últimos años en los países comunitarios es suficientemente conocida y, por ello, no necesitada de mayores indagaciones probatorias. Lo que sí se ha producido en sentido “diacrónico” es un cambio en las formas de expresión de la conflictividad, sin que por ello desaparezca ésta15). Cambio que puede resumirse en un proceso de racionalización e intentos de gestión y control sindical de la misma, y, además, en una “modernización” que la hace más funcional a la ordenación económica, incorporando formas más breves de lucha y objetivos traducibles en pretensiones asumibles en el cuadro jurídico-político y empresarial: la huelga tiende a aparecer como una forma de presión sobre la contraparte y a ser una demostración de fuerza en el sistema político, más que un arma para destruir al adversario en uno o en otro ámbito16). Los procesos de institucionalización modulan los objetivos de las huelgas de manera que sea posible llegar a un acuerdo de compromiso, eludiendo aspiraciones más ambiciosas.
La huelga es uno de los medios legítimos fundamentales de que disponen los trabajadores y sus organizaciones para la promoción y defensa de sus intereses económicos y sociales. En una perspectiva de conjunto se puede definir como una perturbación del proceso productivo concertada colectivamente como medida de presión para la defensa de intereses colectivos o generales de los trabajadores17).
Pero la huelga es también un mecanismo de defensa social y hoy más que nunca un instrumento de resistencia constitucionalmente legítima frente a los poderes arbitrarios, tanto públicos como privados. Un instrumento contra todo “despotismo” en el uso del poder. De ahí su importante en el Estado democrático-constitucional. Su utilizando como medida defensiva puede ser “intra-jurídica” (en la lógica, paradigmáticamente, del art. 28.2CE, tanto más si se le relaciona con el sindicato como institución básica del sistema político ex art. 7 de la Norma Fundamental) como uno de los mecanismos de oposición que –además de las instituciones existentes– permite servirse de este derecho de huelga para “conservar” (no precisamente “subvertirlo”) y hacer valer efectivamente en orden constitucional democrático frente a decisiones gubernamentales que la contradicen o decisiones empresariales que lo subvierten. Es está una dimensión sociopolítica de la huelga que siempre ha estado también en la historia de la huelga, pero que en el constitucionalismo democrático-social con Estado Social de Derecho que realzada. De hecho no son pocas las “huelgas generales” que aducen la defensa del orden constituciones y de los principios, valores y derechos que le son inherentes18). Esta podría ser una manifestación de resistencia constitucional como instrumento de que dispone la sociedad civil organizada democráticamente para resistir en nombre de las constituciones incumplidas, traicionadas y desvirtuadas a través de procesos de mutuación constitucional realizados por vía de legalidad infraconstitucional o por el reclamo de la facticidad para conferir apariencia de validez a actuaciones que no tienen amparo constitucional. En este sentido se están producido auténticos procesos “deconstituyentes”, que suponen un vaciamiento del contenido democrático y garantista de las constituciones formalmente vigentes, bien a través de expresas –las menos- o mediante mutaciones de dichos textos fundamentales. Propiamente no se cambia el texto constitucional. Se opera no una reforma jurídico-formal de la Constitución sino tan sólo una muy incisiva revisión “material” del texto constitucional. Cuando esa mutación incide en las bases fundamentales del orden constitucional vigente se opera una ruptura constitucional propiamente dicha, esto es, en sentido fuerte de instauración de un nuevo orden constituyente19).
La huelga (al igual que la representación o negociación colectiva) es una de las piezas de una maquinaria institucional que termina transformando relaciones de fuerza en relaciones de derecho20). No obstante, también es cierto que la huelga está mutando de medida de presión a acontecimiento mediático, para cuyo éxito resulta más relevante el propio impacto que pueda desplegar en los medios de comunicación y en la población que la efectiva repercusión sobre la esfera de producción y servicios21). La reducción de la duración de las huelgas junto al elevado porcentaje de supuestos en los que las mismas finalizan sin acuerdo, son indicios suficientes y claros de la mutación evidente de la huelga hacia un plano de mera exhibición de disenso frente a las decisiones empresariales, sin capacidad efectiva para incidir en las mismas22). En suma, la huelga ha dejado de ser auténtica medida de presión con la finalidad de desorganización real de la producción para convertirse en una suerte de ritual con la que los trabajadores expresan su disconformidad con las decisiones patronales23). Es un nivelador del poder de negociación de los trabajadores24).
En ello ha influido el cambio en la “cultura sindical” en respuesta, sin duda, al contexto de la crisis económica estructural y al impacto de las transformaciones del sistema político. La redefinición del proceso de institucionalización y “normalización” del fenómeno huelguístico se podría resumir –a riesgo de incurrir en una simplicidad quizás excesiva, pero expresiva de lo que se quiere indicar– poniendo de manifiesto que las huelgas tienden a configurarse como un movimiento colectivo que no cuestiona las reglas de juego del sistema de relaciones laborales, aunque trate de reformularlas continuamente y fundar otras nuevas. En este cuadro la pretensión del sindicalismo organizado parece dirigirse a garantizar un espacio más incisivo para la gestión del sistema de relaciones laborales. Esto sitúa la lógica de la acción huelguista en el marco mediado de los procesos de intervención sociopolítica del sindicato, en las fórmulas conocidas de integración político-institucional. La huelga es orientada hacia los objetivos más generales a perseguir, incluidas estrategias de “enfriamiento” y “procedimentalización” de los conflictos. Así, la actividad del sindicato asume connotaciones políticas cada vez más relevantes25). Pero el contexto económico continúa siendo inestable y el dilema para el sindicato es que se ha desvanecido en buena parte la base redistributiva de la concertación política26), y se arriesga a que se sigan abriendo nuevos espacios de maniobra empresarial (v.gr., la gestión individualista de las relaciones industriales en la empresa es claro) y a un progresivo distanciamiento de la base originando una situación ciertamente inquietante. El sistema de relaciones industriales en nuestro país está lejos de haber encontrado un nuevo equilibrio. El modelo de conflictividad seguirá estando presidido por notables tensiones, derivadas tanto de la situación objetiva de precarización laboral como por el problema organizativo que plantea una relativa crisis de representatividad del sindicato y el mismo desarrollo de las fuerzas productivas de la sociedad (en ese marco las nuevas tecnología su impacto en las nuevas formas de producción y en la configuración de las relaciones individuales y colectivas/sindicales de trabajo)27). Es la tensión persistente entre “lo viejo” y “lo nuevo” que preside las transformaciones de las sociedades del mundo desarrollado. Es la pervivencia de la dialéctica intrínseca de los procesos de control sobre las relaciones de trabajo: conflicto y pacto son dos aspectos contradictorios pero ineludibles de las relaciones industriales28).
Ahora bien, si como se ha comprobado, todos estos hechos vienen a proyectar la idea de que el derecho (elemento de ese marco institucional del que se viene hablando) es dependiente de estos fenómenos, será oportuno también hacer notar que el sistema jurídico de regulación de la conflictividad y de encauzamiento de sus formas de expresión es igualmente una variable en sí misma del contexto. El derecho puede contribuir, según la elección de política jurídica que se adopte, a amortiguar o incluso a agudizar las formas más “ingobernables” de manifestación de la conflictividad: un conflicto industrial no regulado o no adecuadamente institucionalizado puede acabar creando cauces de expresión alternativos al sistema jurídico reconocido; es decir, puede, de un modo u otro, “escapar” a toda técnica de control social que es justamente, como se sabe, la función típica del derecho (sea Estatal o sea procedente de la autonomía privada)29). Esto indica que los esfuerzos por suprimir manifestaciones específicas del conflicto, sin eliminar las causas subyacentes de malestar, normalmente comporta una desviación del desorden por otros canales informales (es decir, no institucionalizados)30).
Por ello, se comprende que la conflictividad y sus formas de expresión no es más que el presupuesto del funcionamiento del sistema de relaciones industriales, que en su aspecto institucional es también la respuesta al conflicto del que la huelga constituye, como se dijo, la forma más evidente y principal de exteriorización. Pero también permite comprender que una regulación jurídica de la huelga no es un elemento decisivo para la contención de la conflictividad industrial. Esta depende, además, y, sobre todo, francamente, de otras variables de distinta naturaleza, empezando por los condicionamientos socioeconómicos y llegando a alcanzar a la ordenación misma de las reglas de juego imperantes en el sistema de relaciones laborales. Pero aun siendo relativamente modesto el papel del derecho, no puede ser tampoco infravalorado, porque el ordenamiento jurídico puede contribuir a la juridificación e institucionalización de los conflictos “declarados” (y no tanto respecto a los no declarados que tiende a ignorar por hipótesis, por mucho que se intente acentuar la función preventiva de las reglas de ordenación jurídica), traducidos en exigencias de comportamiento frente al antagonista, privado o público. Es una de las funciones típicas del Derecho. El establecimiento de procedimientos de solución extrajudiciales y la procedimentalización del ejercicio del derecho de huelga en la negociación colectiva constituyen un exponente relevante de esa funcionalidad del componente institucional para contribuir a resolver los conflictos laborales y reducir (economizar) el coste de sus formas más típicas de manifestación, permitiendo la composición de los intereses en conflicto previamente filtrados en pretensiones asimilables (“y tratables”) por el derecho31). El derecho de las relaciones industriales desempeña, así, un papel nada desdeñable. Es suficiente reparar en la importancia que tiene la existencia de un marco legal en el que se ordenan las relaciones industriales y, en particular, el elemento que ha presidido el debate –tradicional y también actual– sobre la conveniencia política de promulgar una ley reguladora del derecho de huelga en nuestro país. El derecho puede dar una respuesta diversificada al tratamiento de la institucionalización de los conflictos y de sus formas de exteriorización: puede “ofrecer” reglas de autorregulación y autocomposición y/o puede “imponer” determinadas reglas en los conflictos declarados. Este “tríptico” de alternativas de respuesta refleja distintas elecciones de política del derecho32), y de ello depende en no poco el papel que asumen los actores sociales en el gobierno del conflicto y sus cauces de manifestación.
Sin embargo, la inserción de la huelga en el ordenamiento jurídico no puede ser comprendida sólo desde puntos de vista funcionales. La huelga, se ha dicho hasta la saciedad, constituye una “desviación” de los principios que informan el comportamiento de las relaciones intersubjetivas privadas (al ser una medida de presión colectiva –aunque el comportamiento abstencionista del trabajador es un elemento constitutivo y no secundario del fenómeno colectivo–; su innata “nocividad” que forma parte de su lógica interna), pero también de la funcionalidad socialmente asignada a esa medida de fuerza capaz de poder ser utilizada legítimamente por los trabajadores frente a los poderes públicos a fin de influir en su política económica y social. De ahí, ese carácter “refractario” de la huelga hacia su regulación jurídica con todas sus consecuencias legítimas. De ahí, que ella misma como hecho social y su regulación específica se sitúen siempre en posición de contraste con el ordenamiento jurídico general. Inevitablemente va a existir una tensión o contradicción entre dos lógicas (que a la postre es el reflejo del conflicto de intereses, cuya solución abstracta es “juridificada”): la lógica propia de un instrumento autónomo, como “arma de lucha”, asentada en el principio de la fuerza, y la lógica “interna” del derecho que tiende por su misma funcionalidad jurídico-política a la integración y pacificación de los conflictos sociales y a salvaguardar los intereses considerados preeminentes en el orden establecido que formaliza jurídicamente33).
Nadie como CALAMANDREI34) ha sabido reflejar esa tensión de lógicas institucionales: “que el derecho es, por su naturaleza, prefijación de límites; y que por consiguiente, desde el momento en que la huelga ha aceptado convertirse en un derecho, se ha adaptado necesariamente a dejarse predisponer condiciones y restricciones de ejercicio que, si no son establecidas por la ley, deberán ineluctablemente ser diseñadas, antes o después, sobre la base del art. 40 de la Constitución, por la jurisprudencia. La dialéctica jurídica requiere, por su naturaleza, claridad de definiciones, precisión de distinciones, indagación de fines: la huelga, para entrar en el campo del derecho, deberá resignarse a ser definida, lo que, en opinión de algunos, puede querer decir también disminuida”. Recordemos lo que el art. 40 de la Constitución italiana establece al respecto35): “el derecho de huelga tiene que ser ejercido en el ámbito de las leyes que lo regulan”36).
Como se sabe, en Italia se posee una ley (regulación orgánica) relativa a los servicios públicos esenciales en la huelga: en estos casos, las organizaciones sindicales están llamadas a proporcionar un preaviso de la huelga, por lo menos, con diez días de antelación; también deben de indicar la duración y las motivaciones de la huelga; y, sobre todo, también deben garantizar a los usuarios las denominadas prestaciones mínimas, ya de por sí individualizadas en los convenios colectivos –y solamente en caso de ausencia o inidoneidad de las reglas introducidas por esos convenios, estaría prevista la intervención de una autoridad administrativa independiente–37).
Pero esos límites no pueden privar, en ningún caso, de eficacia funcional a la huelga como “arma” de lucha capaz de ejercer su función de coacción psicológica colectiva, que es su razón de ser. Ello constituye una “revolución en el pensamiento” tradicional, porque “el arma de un rechazo al trabajo” no puede ser reducida a un simple complemento de la negociación colectiva con los empresarios: “el elemento político se filtra silenciosamente en huelgas o amenazas de huelgas”38).
Con el recurso a una medida como la huelga, realmente se está evitando que la conflictividad sociolaboral trasvase hacia ámbitos de violencia descontrolada, cumpliendo la huelga con la función de taponar vías de escape de formas abruptas, invasivas, de violencia y que producirían una base segura de desincentivación de la inversión y la actividad productiva39).
En efecto, la huelga es el arma más importante que detenta el movimiento obrero para la defensa de los intereses y valores que le son propios. La huelga es un contrapeso que tiene por objeto permitir que las personas en estado de dependencia salarial establezcan una nueva relación de fuerzas en un sentido más favorable para ellas; en definitiva, tiende a restablecer el equilibrio entre partes de fuerza económica desigual40). El derecho a huelga es el derecho reconocido a una de las partes del contrato de trabajo a incumplir sus obligaciones contractuales sin que ello, en contra de los principios inspiradores del sistema contractual, pueda generar ningún tipo de perjuicio en sus relaciones contractuales41).
Es así que, por otra parte, la variable institucional influye en las decisiones de los contendientes y, señaladamente (en lo que aquí más interesa), en sus elecciones entre los diversos medios de disputa, en los métodos de conflicto industrial. Pero en esto no influye menos la conformación del modelo de relaciones laborales y de la “cultura sindical”: en particular los modos de relación entre los actores sociales y políticos como componentes de ese sistema y la configuración de un modelo sindical unitario o pluralista, que influye de modo decisivo sobre la conducción del conflicto. En modelos sindicales unitarios el grado de autogobierno del conflicto y sus formas de manifestación es mayor que en los países con modelos de pluralidad sindical (como es típicamente el caso del llamado modelo mediterráneo al que después se hará referencia; y en el que se sitúan –salvando todas las distancias– Italia, España y Francia)42).
Antes de precisar el modelo normativo de derecho de huelga vigente en nuestro ordenamiento jurídico parece prudente seguir un principio de realidad y aludir a lo que podría llamarse “modelos reales” de huelga. Es bien sabido que en los distintos países ejerce una extraordinaria influencia el peso de sus tradiciones políticas y sociales, la valoración del conflicto y su papel en las transformaciones sociales, las connotaciones ideológicas del sindicalismo, las actitudes de la clase empresarial y del Estado frente al fenómeno sindical. Lo que modula históricamente las formas de acción directa, la función y los objetivos perseguibles mediante la huelga, y especialmente el tratamiento jurídico que la misma recibe (como delito, como libertad o como derecho; y hecha esta última “elección”, si configurada como derecho fundamental del hombre o como mero derecho instrumental al servicio de la negociación colectiva)43). Esta confluencia de factores de orden diverso es lo que conforma modelos “reales” de huelga no fácilmente reductibles a su “encasillamiento” en modelos teóricos puros44). De cualquier modo, a pesar de su inexactitud (ante todo por su rigidez y alejamiento de la más compleja y rica experiencia cotidiana del derecho), tales modelos tienen la virtualidad de “condensar” algunos de los rasgos distintivos de los sistemas del derecho de huelga imperantes en los países de nuestra área geopolítica, y por ello facilita su análisis técnico, pero siempre que se acepte la premisa de su valor esencialmente relativo. Si se atiende a la conformación del sistema institucional de relaciones laborales sería posible individualizar dos modelos normativos de derecho de huelga45): el modelo iusprivatista (que con distinto grado residencia la huelga en el ámbito restringido de las relaciones laborales y en defensa de intereses profesionales en sentido estricto, lo que provoca que la huelga sea un mero elemento auxiliar de la negociación colectiva) y el modelo dinámico o “sociopolítico” (que configura a la huelga como un medio para la autotutela de los intereses colectivos de los trabajadores en todos los ámbitos de la vida social, es decir, como un instrumento de emancipación social de la clase trabajadora y no exclusivamente un medio de presión en el marco de las relaciones laborales)46).
Desde el punto de vista jurídico-político47), esta “fisiología” funcional de la huelga se refleja (pero, recuérdese, que el derecho es tanto variable dependiente como factor determinante de la orientación social) en la configuración normativa del derecho de huelga: bien como uno de los derechos humanos (derecho fundamental de tipo social atribuido a todos los trabajadores individuales), o bien como un derecho sindical normalmente vinculado a la contratación colectiva (y, de ordinario, ello conduce a una concepción orgánica del derecho, en la medida que es reconocido como de exclusiva titularidad sindical) y utilizable como el último recurso de que disponen los trabajadores en las relaciones laborales (ligado a los conflictos que se suscitan en los centros de trabajo). Para sorpresa de muchos, la configuración del derecho de huelga como derecho humano fundamental (derecho subjetivo público de libertad) amplía los objetivos legítimamente perseguibles mediante la huelga, sin posibilidad coherente de excluir su dimensión sociopolítica tras ser elevado a rango de derecho fundamental; en cambio, su conformación como derecho sindical no siempre ha permitido garantizar esa funcionalidad48).
Un apunte significativo al tratar de abordar el examen de la naturaleza del derecho de huelga nos la encontramos en la siguiente afirmación (huelga que, por cierto, durante el régimen franquista era considerada como “delito de lesa patria”49)): el derecho de huelga tiene carácter fundamental (art. 28.2 CE); sin embargo, el derecho al trabajo no pasa de ser un derecho constitucional, pero de contenido puramente programático (art. 35.1 CE)50). La huelga es un derecho de los trabajadores lo que no supone establecer, frente a anteriores normas prohibitivas del hecho huelguístico, un marco de libertad de huelga, sino que determinadas medidas de presión de los trabajadores frente a sus empleadores merecen decididamente toda la protección y tutela por parte del ordenamiento jurídico51).
Además, como medida de reacción, la huelga puede desplegar una triple dimensión: laboral, en la medida en que es expresión del conflicto de trabajo; social, al manifestarse como medida de oposición frente a desequilibrios inherentes al sistema económico imperante; y política, llegando incluso a producirse la intervención del Estado52).
Por otro lado, el marco de referencia de la huelga es un sistema de relaciones laborales insertado en el contexto más amplio de la formación social global. Como se sabe se han producido factores de cambio que han influido innegablemente en el desenvolvimiento de las actividades colectivas de los sistemas de relaciones laborales imperantes en los países comunitarios, en el marco de una polémica sobre el papel de las formas de acción colectiva. En este cuadro, el problema que se suscita en el derecho sindical es paralelo a los grandes dilemas que se plantean en sede política, económica y social, es decir, el problema de cómo afrontar la intensa transformación económica y política53). En particular, en la última década, las transformaciones económicas y sociales han cuestionado la tradicional función del sindicato en las sociedades del capitalismo avanzado, dando lugar a una crisis de identidad del sindicato. No se trata, pues, de un simple problema de reajuste permanente a la nueva coyuntura. Estos cambios han supuesto un cierto debilitamiento del poder social de los sindicatos. Ahora bien, se ha de rechazar que se esté entrando en una fase “postconflictual ”54). La evolución reciente de los sistemas europeos de relaciones laborales parece desmentir la hipótesis de un declive irreversible de las actividades colectivas. Es lo cierto que lo que ha acontecido es la adaptación generalizada de las instituciones laborales a los cambios estructurales y la convivencia de modelos diversos dentro de un mismo sistema de relaciones laborales.