La Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de la Constituyente francesa del 26 de agosto de 1789 es uno de los acontecimientos más importantes de la Revolución francesa. Ha suscitado, desde diversos puntos de vista, las críticas más encontradas. Los políticos y los historiadores la han discutido a fondo, y a menudo han llegado a la conclusión de que no poco es producir la anarquía en que ha caído Francia después de la toma de la Bastilla. Se han dedicado de demostrar que sus fórmulas abstractas eras ambiguas, y por tanto peligrosas, no respondiendo a la realidad política e implicando desconocimiento de la práctica de las cosas del Estado. Su pathos vacío había confundido los espíritus, turbado la serenidad del juicio, inflamado las pasiones, apagando el sentimiento del deber. Otros, por el contrario, principalmente franceses, le han celebrado como una revelación de alcance histórico universal, que constituyen el fundamento eterno del orden político, como el presente más precioso hecho por Francia a la humanidad.
Se ha atendido más al alcance político e histórico de este documento que a su importancia histórico-jurídica, la cual ha conservado hasta nuestros días. Sea cual fuere el valor de sus proposiciones generales, bajo su influjo se ha formado la noción de los derechos subjetivos públicos del individuo en el derecho positivo de los Estados del continente europeo.