La vida diaria ofrece al observador más distraído el espectáculo de una serie múltiple y heterogénea de daños. Daño no significa más que nocimiento o perjuicio, es decir, aminoración o alteración de una situación favorable. Las fuerzas de la naturaleza, actuadas por el hombre, al par que pueden crear o incrementar una situación favorable, pueden también destruirla o limitarla. El concepto de daño se presenta, bajo este aspecto, sumamente amplio, ya que, de hecho, ninguna limitación ofrece el lenguaje ordinario en cuanto al número de lesiones o perjuicios a las que pueda aplicarse la denominación de «daños».
Por la facilidad con que puede apreciarse, el daño es objeto del conocimiento común. Pero además de ser un fenómeno físico, puede integrar un fenómeno jurídico, es decir, susceptible de ser jurídicamente calificado y, desde este punto de vista, entra en los dominios del estudio de los juristas. Más específicamente, todavía, el daño, puede ser un efecto jurídico. Ciertamente, perjuicio puede ser padecido por una determinada persona a causa de la inobservancia de una norma, que para obtener un resultado favorable le impone una determinada conducta; por lo que, precisamente el efecto desfavorable, ha sido querido por el derecho, a raíz de la falta de matización de tal comportamiento, o sea, de la inobservancia por él mismo, de aquella norma, y que se traduce en no alcanzar las consecuencias favorables, subordinadas a la observancia de la norma. Este evento dañoso se perfila al ojo del jurista tan pronto como toma en consideración los supuestos de hecho capaces de producirlo. De aquí, que deba ser excluido, con-siguientemente, de este estudio.
ADRIANO DE CUPIS