La corrupción electoral, definida como aquel conjunto de acciones u omisiones que tienen por finalidad alterar los legítimos resultados que debían haberse proclamado tras la celebración de un proceso electoral, conforma la forma más importante de corrupción política. Manipular un proceso electoral supone el atentado más elemental a las estructuras más esenciales del sistema político democrático.
Si esta corrupción se centra en el proceso electoral no cabe duda que será el periodo electoral el que adquiera una especial relevancia, con las peculiaridades que ello implica. Ello permite la construcción de conceptos propios que sólo adquieren tal especificidad dentro del periodo electoral y en el desarrollo del proceso electoral.
Así sucede, por ejemplo con la condición de “funcionario público” del sujeto activo o el carácter de “documento público”, conceptos que adquieren unas dimensiones muy diferentes a las que tienen en el que pudiéramos llamar Derecho sancionador común, pero que se proyectan de forma específica en el proceso electoral y que son esenciales para garantizar la limpieza del sufragio.
Al respecto, la Ley Orgánica 5/1985, de 19 de junio, del Régimen Electoral General en su Capítulo VIII, rubricado “Delitos e infracciones electorales”, recoge un sistema sancionador específico en materia electoral, distinguiendo, de un lado, las conductas específicas constitutivas de delito electoral, y, de otro, una cláusula genérica relativa a la consideración de infracción electoral administrativa a toda infracción de las normas obligatorias establecidas en la Ley electoral que no hayan sido calificadas expresamente como delito.