«Por ello me parece que el tiempo no es otra cosa que una expansión: ¿de qué cosa? No lo sé, pero me asombraría que no fuera del espíritu mismo. Te suplico, Dios mío, ¿qué mido entonces cuando digo de forma poco precisa: ‘este tiempo es más largo que aquél’, o cuando digo de modo preciso: ‘éste es el doble de aquél’? Mido el tiempo, lo sé. Pero no mido el futuro, porque aún no es, ni mido el presente, porque no comprende ningún espacio temporal, tampoco mido el pasado, porque ya no es más. ¿Qué mido entonces? ¿Los tiempos que pasan, no los pasados? Así lo he dicho antes».
Las Confesiones de Agustín de Hipona (354-430) se ordenan en torno del proceso de conocimiento de sí mismo que lleva a preguntarse por la relación del hombre con Dios, el cual trasciende y determina la propia subjetividad. La meditación sobre el contraste entre tiempo humano y eternidad divina, emprendida en este libro XI, conduce al reconocimiento de la paradoja del ser del tiempo. Agustín concluye que el tiempo es la expansión del espíritu a través de la actividad conjunta de memoria, atención y expectación.