Como todo negocio jurídico de carácter contractual, el matrimonio nace del consentimiento de los contrayentes, manifestado en la forma debida.
El consentimiento matrimonial, como acto de voluntad por el cual los contrayentes se entregan y aceptan mutuamente para constituir el matrimonio, es el elemento que da origen al vínculo conyugal, su causa eficiente y eficaz. Podría decirse que con el consentimiento se agota, jurídica y naturalmente, todo factor constitutivo del matrimonio. Pero para que dicho acto de voluntad sea generador de un matrimonio válido, es preciso que quienes lo contraen tengan voluntad y capacidad para consentir válidamente y cumplan los requisitos de validez que vienen exigidos por la configuración normativa de la institución matrimonial.
Ahora bien, si en Derecho romano, las dos definiciones clásicas de matrimonio?de Modestino y de Ulpiano? eran coincidentes en sus elementos básicos, en la actualidad es poco factible que pueda formularse una definición de matrimonio que resulte válida para todos los ordenamientos, pues en cada entorno cultural y en cada sistema jurídico se considera válido aquél que se constituye conforme con las disposiciones normativas del ordenamiento vigente.
En la regulación del matrimonio y, en general, de las instituciones familiares, ejercen una influencia indiscutible factores de diversa índole, de tipo cultural, socio-político, ideológico y religioso, que pueden ser tenidos en cuenta por el legislador y traducidos en fórmulas jurídicas, de manera que, desconociendo el carácter de institución natural del vínculo conyugal, establecen una noción del matrimonio y sus presupuestos de validez, que puede adquirir perfiles muy diversos a medida que va cambiando la configuración jurídica de la institución matrimonial.
De hecho, si observamos la evolución normativa del matrimonio en occidente, constatamos que llevamos casi quinientos años de progresiva secularización, en que el matrimonio heterosexual, monogámico e indisoluble ha sido cuestionado, considerado como el fruto de convencionalismos sociales o de imposiciones injustas y arbitrarias, negándose su consideración como institución natural. A su vez, nuevas formas de convivencia familiar van cobrando legitimidad, en nombre de la libertad y el progreso, no sólo mediante la equiparación de sus efectos a los propios del vínculo matrimonial, sino identificándose con el propio concepto de matrimonio.
Y es que, sin que apenas nos percatemos de ello, la sociedad en que vivimos inmersos está siendo protagonista constante de profundos cambios, que acontecen a un ritmo vertiginoso. Las nuevas tecnologías de la información y las comunicaciones lo invaden todo, dando paso a nuevas formas de relación interpersonal, favorecidas e incluso presididas por las redes sociales cada vez más extendidas. Los profundos cambios sociales, los diferentes estilos de vida, alcanzan a la misma estructura de la sociedad. Pero junto a los cambios más visibles de la sociedad actual, cabe señalar otros, menos perceptibles pero más profundos, que vienen acompañados o, quizá mejor, impulsados, por un cambio de mentalidad, por un profundo y progresivo proceso de secularización, y por el triunfo del relativismo, con consecuencias directas en las instituciones familiares. Este conjunto de circunstancias, a las que ha de añadirse la aconfesionalidad del Estado consagrada en nuestra Constitución, ha incidido de forma clara en la concepción del matrimonio por parte del legislador estatal y en la regulación civil de los requisitos o presupuestos de capacidad para contraer válidamente.
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