En una sociedad que no le reconocía la condición no sólo de pensadora sino de escritora, la elite intelectual femenina encontró desde casi la existencia de la escritura en la práctica del poema de amor y de la epistolografía un compromiso entre el recogimiento, que era inherente a su sexo, y la predisposición innata para expresar los sentimientos más tiernos y recónditos del corazón. En efecto, en un mundo dominado por los hombres, que por su propia idiosincrasia guerreaban entre ellos y partían a largos viajes, la ausencia amorosa más dolorosa -con todo lo que implicaba de larga espera sin cumplir una misión determinada, que pudiera abstraerla de su abandono- se producía siempre en el mismo sentido: en la que se quedaba y nunca en el que partía. Ese estado de soledad parece ser el más propicio para que se capten y expresen fielmente todos los repliegues del corazón humano, los movimientos más sutiles de la sensibilidad que se llevan al papel, bien en disposición de poema, bien en forma de epístola amorosa, así, por medio de un artilugio literario -el único que le queda a su alcance para mitigar en parte la ausencia del ser amado-, poema o carta se convierten en la prolongación de la propia persona, escritas en el secreto del dormitorio o del gabinete, sin la presencia de ningún otro ser que perturbe la deseada intimidad en la que poder recordar, con todos los matices y gradaciones posibles, situaciones pretéritas de felicidad supremas, poema o carta representan para la que lo redacta la actividad vital de quien interioriza, expresa y da cuenta al otro -al tiempo que a sí misma, no lo olvidemos- de su situación anímica actual. Se trata de una palabra y una voz femenina, de un grito de amor en voz baja que se rebela de su actual estado de abandono, provocado por la espera interminable a que está sometida, ella es ‘la que se queda’ y para quien la ausencia del amado representa el mayor de los males posibles.
Poema o carta son intentos para poder llenar el vacío, para tratar de mantener un diálogo con el otro o para anestesiar el dolor de la soledad tras haber conocido la felicidad plena. Parece como si ‘la ausencia de la presencia amada’ se convirtiera en ‘la presencia de un gran dolor’, dolor del que hay que dejar constancia tanto para el ausente como para sí misma, ya que para que esa plasmación sea perfecta e irrevocable la tradicional fórmula: ‘sufro, os amo y os espero’ llega a convertirse en ‘sufro, os amo y necesito expresarlo’. Y es que, grandes amadoras de la humanidad no han visto sus expectativas satisfechas: en múltiples ocasiones el amante por unas u otras razones no regresa, se produce entonces el milagro del amor que, aunque dirigido al otro por medio de la escritura, puede producir, si no el fin primordial para el que fue ideado, el efecto consolador de mitigar los estragos del abandono: “J’ai éprouvé que vous m’étiez moins cher que ma passion” (Quinta carta portuguesa).