Uno de los placeres intelectuales que más aprecio es la redacción de un Prólogo, ese «decir delante» de un Texto generalmente de alta calidad científica. Mucho más en este caso cuya autora es una brillante investigadora, a la que tengo el honor de poder llamar discípula, y cuyo objeto es uno de los temas de más incidencia no sólo en el ámbito punitivo sino también en el de la reflexión jurídica en general.
Pocas son las instituciones, en este sentido, que han tenido mayor tratamiento en la doctrina y en la jurisprudencia que la legítima defensa. Y eso es así no tanto porque sea una cuestión esencial para la comprensión y el desarrollo del Derecho Penal, que en parte lo es desde su perspectiva eximente de responsabilidad criminal, sino porque suscita importantes reflexiones sobre el fundamento y alcance del propio desarrollo punitivo y de las intromisiones particulares en defensa y reafirmación del propio Derecho, en cuanto se traduce en una especie de autorización del Estado al ciudadano individual para responder frente al injusto. Como bien dice Jakobs, el derecho a la legítima defensa propicia, en tal comprensión, la violencia privada y por ello es dependiente en su configuración de los modelos políticos acerca de la relación entre el Estado y los ciudadanos. Semejante proyección requiere de sumo cuidado a la hora de fijar el espacio, la extensión y los límites de dicha institución penal.