Si el lector pudiera mirar una página de texto sin dejarse captar por el fondo, sino solo por la forma, advertiría que las letras que lo componen pertenecen al mismo modelo: letras redondeadas, casi todas de la misma altura (letras de ojo medio), unas pocas que sobresalen por arriba o por abajo… Pero hay otras que se salen de la fila por la parte superior de la línea, algunas con figura distinta de las abundantes minúsculas: son las mayúsculas. Bien porque se hallen a principio de párrafo, porque vayan después de punto o porque encabecen una palabra o frase consideradas nombre propio, las mayúsculas rompen la monotonía del texto compuesto con minúsculas para erigirse en dominantes, como el pastor que vigila el rebaño, como la imponente iglesia que preside el pueblo por su altura y su forma. Si el lector tuviera interés en saber cómo se administran las mayúsculas en un escrito, tal vez se daría cuenta de que en los textos españoles actuales aparecen menos mayúsculas que si el mismo texto estuviera escrito en inglés o en alemán y bastantes más que si el texto estuviera escrito en francés. Si profundizara un poco, advertiría que a lo largo de la historia las mayúsculas no se han empleado en los textos españoles de la misma manera que hoy y que los criterios aplicables para su uso tampoco han permanecido sin variación a lo largo del tiempo.
Pero si el lector siguiera profundizando y leyera el texto que tiene delante (ahora el fondo, no la forma), se daría cuenta de que, contra el criterio del autor del escrito, tal vez se podrían haber empleado más mayúsculas en determinadas palabras y menos en otras. En ese momento habría descubierto el gran problema que afecta al empleo de las mayúsculas en español: en buena parte se trata de una cuestión subjetiva, personal, es decir, muchas mayúsculas no obedecen a una norma ortográfica ni a una necesidad, sino al criterio particular del escribiente, dueño de su escrito no solo en el fondo, sino también en la forma.