Tras el golpe de los generales el 18 de julio de 1936, la cornisa cantábrica quedó dividida entre sublevados y republicanos. En Galicia triunfó el alzamiento militar, pero no así en Asturias, Santander y el País Vasco. Aprisionada entre los baluartes de Lugo y Navarra, la República no pudo contener el avance franquista y en septiembre el general Mola entraba victorioso en San Sebastián, iniciando la conquista del norte peninsular para atenazar Madrid con la ayuda, desde el sur, del general Yagüe. En abril de 1938, el ejército franquista rompía el frente de Levante con una masiva llegada al mar a la altura de Vinaroz (Castellón). Desde allí inició la que sería la última acometida contra el Ejército Popular, que jugó desesperadamente las únicas bazas que aún le quedaban en la batalla del Ebro.
A finales de marzo de 1939 Madrid se derrumbaba ante el acoso de los nacionales y entregaba las llaves de la ciudad. Era, sin duda, el fin de la contienda. Después, como fichas de un dominó, se rendían el resto de capitales que, con Valencia a la cabeza, aún conservaba la República. Franco cantaba victoria, abriendo así las puertas a largos años de represión y exilio. La cara del triunfo logró borrar, desdichadamente, el rostro doloroso e infeliz de la amarga derrota.