¿Es suficiente el concepto de normatividad constitucional para saber si una Constitución está cumpliendo los fines y los mandatos que fueron incorporados a su texto por el poder constituyente? Como ocurriera en Italia en 1947 o en Alemania en 1949, nada más promulgarse la Constitución de 1978, el principal objetivo que asumieron las Cortes Generales, el Gobierno, el Tribunal Constitucional y las distintas escuelas jurídicas fue conquistar la consideración de la Constitución como norma jurídica suprema (García de Enterría) y como pacto fundacional de convivencia. Y, junto a este objetivo transformador de todos los órdenes de la comunidad política, lograr por vez primera en la historia constitucional española nacida en Cádiz que esa normatividad y ese pacto fundacional fueran perdurables.
En el 40ª Aniversario de su aprobación, puede asegurarse que esos esfuerzos legislativos, jurisprudenciales y doctrinales han conseguido hacer realidad razonablemente la normatividad de la Constitución de 1978: en virtud del art. 9.1 CE, la Constitución ha sido aplicada tanto en el día a día de los órganos legislativos, gubernamentales, jurisdiccionales y administrativos -aún con serios problemas de desgobierno judicial y administrativo (Alejandro Nieto)-, como en los procesos de mayor relevancia constitucional: desde la conversión del Estado centralista en uno de los tres Estados más descentralizados que se conocen en Derecho Comparado hasta la integración supraestatal europea en virtud del art. 93 CE -el retorno a Europa soñado por los regeneracionistas-, pasando por la siempre inacabada realización de la igualdad real (art. 9.3 CE). Y, sin embargo, el éxito que ha supuesto normalizar la normatividad constitucional -«la historia de un éxito incompleto» según Gabriel Cisneros- convive con una indisimulable conflictividad territorial, política y social que ha puesto al límite la unidad de España (declaración de independencia de Cataluña) y el regular funcionamiento de las instituciones del Estado: gobiernos en funciones, repetición de elecciones, prórroga de presupuestos, bloqueo en la renovación de los órganos constitucionales, parálisis legislativa…
Esta realidad constitucional nos lleva a reflexionar acerca del real y verdadero cumplimiento de los fines de la Constitución de 1978 como norma suprema que, además de unos contenidos formales, materiales y valorativos, debe integrar constitucionalmente los elementos del Estado, renovar día a día el acuerdo fundacional de convivencia y, lo más importante: que el pueblo soberano sienta y consienta su Constitución.
A partir de los postulados funcionalistas defendidos por Norberto Bobbio (De la estructura a la función, 1977) y siguiendo un criterio de interpretación teleológica, en Las funciones de la Constitución se plantea la posible insuficiencia de la normatividad constitucional como única categoría válida para analizar si una Constitución está cumpliendo los fines propuestos por el poder constituyente y, sobre todo, para comprobar si ha alcanzado los resultados esperados por los ciudadanos. Y se concluye que la ley de leyes, concebida como norma fundamental del ordenamiento jurídico, además de por su esencial normatividad, se define también por la funcionalidad inherente a su vocación integradora, garantista, cultural, estabilizadora y promotora del pacto fundacional de convivencia. En virtud esta vocación, algunos de cuyos contenidos clásicos han sido tratados por autores como Montesquieu, De Salas, Stuart Mill, Hauriou, Smend, Heller, Mortati, De Otto, Sternberger o Häberle, la Constitución es susceptible de cumplir unas funciones que no se pueden obviar a la hora de resolver constitucionalmente los problemas territoriales, políticos y sociales del Estado: Las funciones de la Constitución.
En síntesis, mediante el cumplimiento de esas funciones, la funcionalidad constitucional complementa la normatividad para, en defensa de esta misma normatividad y siempre con respeto a su metodología esencialmente jurídica, advertir los desajustes entre la Constitución y la realidad constitucional y corregirlos a través de mandatos promocionales de la integración, la cultura constitucional, el pluralismo y la convivencia, llamados a vincular positiva y negativamente a los poderes públicos y a los ciudadanos.