1ª Edición, Diciembre 2015
Editorial COMARES
SINOPSIS
Saber las cosas, saber de las cosas, no es suficiente. La era de la información es ya un hecho, pues sabemos y sabemos mucho más lo que creíamos. Nos conocemos a nosotros mismos mejor, llevamos una enciclopedia cargada y actualizada en una pantalla móvil que es de todo menos un simple teléfono. La psique está amaestrada en terapias -hechas por uno o hechas por otros-, tenemos vidas que son perfiles, hemos inventado más deportes que en ninguna época histórica y tenemos máquinas en habitaciones con espejos sobre las que corremos hacia ningún lugar. Sabemos más, pero no es suficiente. Dicho con el famoso verso de Eliot: «¿Dónde está la sabiduría que hemos perdido en conocimiento?».
Hace casi cien años, en su célebre El mundo de ayer, Stephan Zweig señalaba que el cambio de siglo, su siglo, poseía una característica que muchos pensadores pasaron entonces por alto: «La generación entera decidió hacerse más juvenil, todo el mundo, al contrario del mundo de mis padres, estaba orgulloso de ser joven».
Se afeitaron las barbas en señal de que lo anterior, lo ancestral, la tradición, la herencia y lo antiguo, era visto como lo desfasado, lo pesado, lo farragoso y lo que había que cortar como los bigotes y las camisas. Ser joven ya no era simplemente una cualidad física, ni tan solo una etapa biográfica, era el modus essendi propio de lo humano. Lo mejor era siempre lo último: el último invento, el último coche, el último vestido.
Pero lo último ya no era lo anterior, sino lo que está delante: mirar el pasado como lo último que ha sucedido era perder el futuro. Ahora lo último era lo primero, lo que estaba en cabeza.
Y ahí empezó a aparecer un arte que se hizo llamar vanguardia, y un vestir que tenía la fugacidad de lo último que hay que tener primero, es decir, la moda, y la tecnología se hizo hija (o padre) de un último modelo de casi todo. Pero ese «último», que quiere ser eternamente joven, hacía de su final un término y no tanto un sentido: por eso, lo joven, lo último, tenía que ser constantemente renovado. Y apareció la obsolescencia para que pudiéramos ser eternamente jóvenes, es decir, lo joven se tornó en un viejo permanente.