Cuando creíamos haber conquistado la modernidad, el pueblo quiere volver a los tiempos oscuros. Si hay algo que lo demuestra es la generalización de la estupidez, lo que los antiguos llamaban las tinieblas, y sobre todo la crueldad. No hay tiranía comparable a la de la multitud, decía Filmer. Podríamos añadir que tampoco existe crueldad superior a la suya.
Formalmente, el proceso penal se sigue desarrollando con plenitud de garantías. Las penas, caso de ser impuestas, rehúyen el castigo físico y se suavizan al máximo: abolición de la de muerte y las reclusiones «de por vida», sistemas de gradación de la libertad, reeducación penitenciaria etc.
La razón es muy sencilla: una economía basada en la eficacia no necesita ese tipo de castigos corporales, no son productivos, además pueden generar rechazo. Nuestro sistema represivo se basa ahora en la exclusión social a través de penas infamantes, que no tienen por qué ser impuestas formalmente.
Los que infringen las reglas deben ser derrotados socialmente, en consecuencia serán humillados en una forma que haga imposible la solidaridad. No ha habido jamás mejor instrumento que el de la Inquisición, antes estaba en manos de la Iglesia, ahora de la inmensa mayoría, que utiliza el deseo de espectáculo de los medios de comunicación en combinación con el protagonismo del juez penal.
Cuando los acusados son tratados como alimañas, acosados a la entrada y salida de los juzgados hasta el punto de que tienen que ocultar su rostro como si fueran apestados, lo son realmente, el proceso penal ha dejado de existir, se convierte en un «auto de fe». En esas condiciones, es absurdo hablar de imparcialidad, los jueces ni siquiera tendrán la suficiente serenidad de juicio como para preocuparse por ella.