En cada página de este libro de Miguel Ángel del Arco Torres se advierte un desgarramiento moral, preguntas que no tienen respuestas claras, siempre el desánimo y la desazón de vivir unas situaciones que casi nunca admiten una salida digna. Aquí Su Señoría (por cierto, un pomposo título, prácticamente nobiliario, para personas puestas en el fiel de la balanza) se despoja de su toga y comparte con nosotros sus dudas, su inquietud, a menudo su dolor ante todo lo que pasa por sus manos. En forma de papeles, aunque en cada uno de ellos hay vidas.
Es quien tiene que «administrar esta cosa sutilísima, invisible, casi fantástica, que se llama Justicia, y que los hombres aseguran que no existe sobre la tierra», según palabras de Azorín (y hay que ver qué adjetivos tan certeros encuentra el escritor). Como si manejara a golpe de fórmulas legales personas de carne y hueso, y él, con temor y temblor, tuviera que decidir su destino, haciéndose responsable de lo que será de ellos.
Antes los jueces se veían como un poder oculto y casi inaccesible, proverbialmente se decía de alguien que tenía cara de juez cuando se mostraba adusto y catoniano, parecían como una emanación de la abstracta Justicia, en el cine los veíamos como la última palabra que zanjaba nuestros conflictos, severos, inflexibles, ¿eran de este mundo? Y de ellos se hablaba muy poco, parecían lejanos, impersonales.