La placa que regalaron sus compañeros a Arnold Barban con motivo de su jubilación recogía un texto muy significativo: «Querida Ana: te cuento un problema. Tengo dos hermanos. Uno se dedica a la publicidad, el otro fue ejecutado en la silla eléctrica por asesinato. Mi madre murió de locura cuando yo tenía tres años. Mis dos hermanas son prostitutas, y mi padre vende droga a los alumnos del instituto. Hace poco conocí a una chica que acababa de salir del reformatorio, donde había cumplido condena por estrangular a su hijo ilegítimo, y quiero casarme con ella. Mi problema, si me caso con esta chica, es éste: ¿debería hablarle del hermano que trabaja en publicidad?». Cargado de humor negro, ironía y creatividad, hará esbozar una sonrisa a quien lo lea, pero transmite también con notoria claridad un mensaje definitivo: el profesional de la publicidad no fue el caso de Barban, con malas artes, puede ocasionar daños de consideración a la sociedad, por lo que no es de extrañar que su imagen aparezca notoria y socialmente deteriorada.
Conscientes de los riesgos que entraña una publicidad incontrolada, el legislador ha establecido unas barreras mínimas, pero resultan insuficientes. Necesitamos otras normas, éticas, que afinen en el respeto hacia uno mismo y hacia los demás en el ejercicio de la profesión publicitaria. Que estas normas éticas deban ser más exigentes que la simple legalidad resulta evidente, aunque muchos pretendan reducir la ética a la legalidad. El Código de Conducta Publicitaria, que ya exige en su norma 2 el respeto de la legalidad y de la Constitución, no se conforma con este deber, sino que enumera a continuación una serie de deberes que lo complementan y persiguen la honestidad e integridad de los anunciantes, agentes publicitarios y medios de comunicación. Si la ética se redujera a respetar la legalidad, bastaría con la citada norma 2, todas las demás sobrarían.