El escritor que compró su propio libro. Para leer el Quijote
Quizá lo que más claramente se pueda decir sobre El Quijote es que es un libro escrito desde, por y para la lectura. La lectura atraviesa el Quijote (o los dos Quijotes) de parte a parte. Se infiltra en cada línea y va «anudando sus hilos». Se me podrá argüir con plena razón que todos los libros se escriben para ser leídos (u oídos). Pero lo que quiero resaltar es que el Quijote es el primer libro laico que expresa directamente y sin tapujos su intención: está escrito para ser leído «en masa» (con la relatividad que este término implicaría aplicado al s. XVII), es decir, en busca de cualquier tipo de público. Mateo Alemán había conseguido un gran «éxito» al sacar en imprenta el primer volumen de su Guzmán de Alfarache en 1599. Y sin duda eso animó al librero Robles a lanzar el Quijote cervantino. Pero había una diferencia abismal: el Guzmán de Alfarache es un libro que se presenta y se redacta con un tono comprometido de moralismo («del buen vivir cristiano») del que el Quijote carece por completo. Y a la vez Alemán tenía otras cosas en que ocuparse, mientras que Cervantes estaba solo, sin protección y sin «oficio conocido». Se hallaba por tanto doblemente aislado en el espacio público y ante el «público lector». Cervantes necesitaba, pues, la lectura para vivir a través de ella en cualquier sentido (tanto la lectura propia como la de los demás).
Acaso también por eso lo que más nos sorprende en el Quijote es que haya podido resistir tanto a aquellas lecturas primeras del XVII, como muy en especial a las posteriores. El polvo que deposita la sucesión de lecturas suele convertir al texto original en un crustáceo con caparazones difícilmente despojables. Y sin embargo el libro cervantino resistió.
En las lecturas de su propia época el Quijote no pasó de ser una obra de burlas con amplia circulación en el mercado interior y exterior. Y burlas y mercado son palabras muy serias sobre las que tendremos que volver. El Quijote resistió a las indecisiones de Cervantes en torno al primer libro (y por supuesto a las indecisiones de Cervantes sobre Cervantes). Resistió diez años de silencio, desde 1605 (fecha oficial del primer Quijote) hasta 1615, fecha del segundo Quijote. Ahora en medio de un envite verdaderamente a muerte: la aparición del «falso» Quijote de Avella¬neda en 1614. Y falso es también otro término lleno de aristas sobre el que necesitaremos interrogarnos. Durante ese tiempo el suyo apenas se le hizo caso al Quijote o apenas se le tomó en serio. Bien es verdad que hubo amigos cervantinos como Salas Barbadillo o Márquez Torres, que ensalzaban a Cervantes, pero apenas citaban el Quijote o no lo citaban en absoluto.
El libro tuvo buenos críticos en la segunda etapa del XVII, como Quevedo o Tirso, pero también se limitaron sin embargo a alabar básicamente el espíritu satírico o el proyecto de acabar con las caballerías. Tendría que ser a finales del siglo cuando el bibliófilo Nicolás Antonio otorgara al Quijote un valor en sí mismo, algo legitimado finalmente por la autoridad plena de Menéndez Pelayo desde el último tercio del XIX: el Quijote como la novela, como el libro «iluminador» de las sombras, etc. Pero en medio habían sucedido muchas cosas y no siempre buenas para nuestro texto.