Edición, Enero 2013
Editorial COMARES
SINOPSIS
Empresarios y trabajadores han sido siempre eje básico de la economía. Lo han sido, lo son y lo seguirán siendo. Pero sus relaciones laborales, financieras, comerciales se han visto superadas, con el tiempo, por otro tipo de exigencias provenientes de los consumidores, usuarios, accionistas, proveedores, Administraciones Públicas, etc., que demandan una mayor implicación social del beneficio empresarial. Desde la década de los noventa del pasado siglo, existe una aceptación generalizada no sólo de la función social de la empresa sino de la obligación que ésta ha de asumir de devolver a la sociedad parte de la rentabilidad que de ella obtiene.
Basada en el aserto pensamiento global y acción local, se considera que a la organización productiva no puede resultarle indiferente la situación de la comunidad en la que opera. Una empresa que se implica y que no se plantea como objetivo único, aunque siga siendo su finalidad prioritaria, la obtención de beneficios sino la mejora del bienestar social es una empresa que genera confianza, adquiere mejor reputación, atrae un mayor número de inversiones y, en fin, potencia su posición competitiva en el mercado.
En cierto modo, este planteamiento surge como reacción a un liberalismo económico exacervado que ha generado no sólo una crisis mundial como la actual sino la intensificación de las desigualdades y la pérdida del control político en favor de los intereses financieros y económicos de grandes corporaciones multinacionales o fondos de inversión meramente especulativos.
El objetivo parece ambicioso pero posible. Se trata de humanizar el mundo económico a través de una autocontención de la organización productiva que, sabedora de que la extensión de la pobreza y la desigualdad son ineficientes a sus propios intereses, participa en el avance social. Por eso existe interés en incrementar la inversión, la creación de empleo y la formación en los países en vías de desarrollo cuyos habitantes son potenciales consumidores. Es cierto que la corrupción, la desestruc?turación del tejido productivo local y la destrucción del medio ambiente han contribuido sobremanera a consolidar estos monopolios pero también lo es que para garantizar su supervivencia éstos necesitan reducir su impacto negativo e incrementar su aportación al desarrollo social.
La responsabilidad social empresarial constituye una realidad interdisciplinar e internacional modulada de forma dispar en función del operador que recurra a la misma. Su concepción es distinta desde la ética que desde la economía, el sector financiero, la cooperación al desarrollo o el derecho. Su percepción es diferente para organismos internacionales, la Unión Europea, los Estados miembros o nuestras Administraciones central, autonómica o local. Su alcance es dispar según se trate de empresarios, sindicatos, partidos políticos, organizaciones no gubernamentales o consumidores y usuarios. Y, en fin, su aceptación depende del grado de veracidad que cada empresa sea capaz de transmitir. Porque es la empresa la principal protagonista. Definida como la integración voluntaria de las preocupaciones sociales y medioambientales en sus operaciones comerciales, su decisión escapa a la definición de la filantropía, mecenazgo, acción social u obra social ya conocidas y crea una nueva cultura de gestión empresarial.
La ausencia de un marco legal condiciona el desarrollo de esta estrategia empresarial. La creencia errónea de que la voluntariedad en la asunción de compromisos empresariales en este ámbito no admite una regulación al respecto ha paralizado cualquier iniciativa legislativa sobre la materia. Sin embargo, parece evidente que, pese a que el origen sea la voluntad empresarial, se requiere una intervención de los poderes públicos, siquiera para verificar el esfuerzo realizado por la empresa en detrimento de aquellos competidores que no efectúan inversiones de esta naturaleza.
Por el momento, son las memorias o informes empresariales elaborados unilateralmente con carácter anual la principal referencia de su actuación. Asimismo, suelen crear códigos internos y/o externos que recogen los derechos y deberes derivados de la responsabilidad social asumida y de obligado cumplimiento por todos los grupos de interés (stakeholders) que interactúan con la empresa. Por lo demás, algunas Administraciones públicas han ideado etiquetas, certificados o acreditaciones para avalar el comportamiento socialmente responsable si no en su integridad sí en parcelas concretas de la actividad empresarial. Y cada vez son más los acuerdos, pactos o convenios que, de naturaleza laboral o extralaboral, estrechan su vinculación con la responsabilidad social, creándose observatorios en sede sindical, empresarial o entre la sociedad civil para promover y, en su caso, evaluar los avances producidos en esta materia.
El debate sobre la autonomía y la heteronomía adquiere, así, una relevancia especial si se considera la necesidad de aportar garantía, estabilidad, veracidad y objetividad a la actuación empresarial. En cierta medida, la libertad empresarial avala la autorregulación en los deseos de la empresa de mejorar sus obligaciones constitucionales, legales, convencionales o contractuales.
La empresa, sometida a un ordenamiento rígido en buena parte de su actividad, estima que todo plus, toda implementación, toda mejora voluntaria ha de estar regida, únicamente, por los parámetros que ella misma se autoimponga. La autonomía como forma de comportamiento reconoce la esfera de libertad personal (también de la persona jurídica) en su desarrollo. Sin embargo, cuando este tipo de actuación tiene efectos frente a terceros se requiere la intervención de los poderes públicos. Y la responsabilidad social los tiene.