Sobre la persona y la obra de Isidoro de Sevilla se han vertido auténticos ríos de tinta: han sido investigados el santo y el hombre de poder, el místico y el gramático, el heredero y transmisor de la moderna tecnología informática…
Tal erupción de estudios e interpretaciones, aún llevando consigo materiales a veces indudablemente preciosos, parece olvidad, en pocos casos, el legado más valioso y sincero del obispo hispalense: el respeto infinito, podría decirse incluso temeroso, hacia la palabra humana, reflejo fugaz de la Palabra originaria y eterna.
Si para Isidoro el verbum es el único fuego capaz de soldar las piezas de un mundo hecho añicos, si ante la irreversible corrupción de la cultura de Roma por obra de los pueblos nuevos la restauración de la integritas de la lengua latina a través de la estrecha senda de la etymología se impone a sus ojos como última -casi desesperada- opción, no cabe duda de que obligación primera de quien desee llegar al corazón mismo del pensamiento isidoriano es la de captar la fuerza escondida precisamente en cada verbum y etymología que de dicho pensamiento constituyen hoy la única expresión visible.