Tratado espiritual de los templarios de Jaime I
Siempre siendo sincero conmigo mismo, antes de ser elevado a caballero
templario, me tomé un periodo de tiempo para reflexionar, incluso filosóficamente,
si espiritualmente estaba preparado para asumir en limpia
conciencia mi espíritu católico, cristiano, apostólico y romano, coger el
rosario con una mano y la espada con la otra en defensa de la fe.
Ciento ochenta y tres días de proezas casi épicas de mi raciocinio, por un
lado, y de mis valores por el cristianismo, por el otro, fueron sin duda
una batalla interior que libré sin descanso. Así, en esa exigencia personal,
siempre serena e imparcial ante mis dos postulaciones, he de confesar que
la tibieza no pudo impedirme que en las noches de insomnio solicitase la
especial gracia de la Divina Providencia y del Espíritu Santo para que me
auxiliasen en tan determinante decisión de incorporarme al temple.
Y por n llegó la respuesta, encendiendo mi corazón e iluminando mi
confusa mente. Una muda voz, llena de ternura pero a la vez grave como
la de un general, disipó mis dudas: «Elévate a templario y escribe un tratado
espiritual». En consecuencia, considerando como cristiano que los
caminos del Señor son inescrutables, fui elevado a caballero mediante
juramento de la defensa de la fe, la Iglesia católica y la protección de los
peregrinos en la basílica de San Isidoro de León: Non nobis domine sed tuo da
gloriam («Nada para nosotros, Señor, sino para la gloria de tu nombre»), y,
arrodillado ante el sacrantísimo, de mis labios brotaron las palabras Deus
vult («Dios lo quiere»).
Tratado espiritual de los templarios de Jaime I
Hermano, postulante, novicio y querido lector, cumplidas las dos vertientes
de aquella voz interior, en vuestras manos tenéis algunos de los principales
parámetros espirituales que, salvo criterios más teológicos, considero
esenciales para ser un templario y, por ende, un monje y soldado de Dios.