Cárceles de azúcar
¿Puede una feminista llevar tacones? ¿En qué consiste ser un hombre como Dios manda? ¿Es la liberación de la mujer una nueva esclavitud? ¿Puede una figurita de madera convertirse en nuestro Caballo de Troya perpetuo? ¿Y la belleza? ¿Nos hace más felices?
Los cuentos de Cárceles de azúcar están lleno de arañazos. De cicatrices e imágenes dolorosas. Pero también es una crítica a la obsesión por el pensamiento binario imperante, empeñado en reducir la realidad a solo dos soluciones posibles de la ecuación que es vivir, negando la complejidad y robándonos la riqueza de alternativas: el bien y el mal; lo bello y lo feo; el cuento frente a la novela; lo masculino y lo femenino; la ficción y la realidad.
Ellas reclaman igualdad, respeto y un espacio propio, pero son también personajes llenos de incoherencias y miedos. Mujeres que a veces no saben cómo obedecer los dictámenes de lo que significa ser feminista en la cultura moderna. Ellos, hombres que retratan las distintas masculinidades: tóxicas, violentas, confusas o irremediablemente perdidas. Divorciados que construyen una épica sostenida en una libertad que luego no encuentran. Ancianas que se piensan niñas y adolescentes olvidados.
Estas cárceles son lugares pantanosos donde se reproduce la violencia e inseguridad en los seres humanos. Espacios de encierro donde dejamos de querernos, sin importar de qué material estén construidos sus barrotes ni la distancia que haya entre ellos: el feminismo, la pareja, la masculinidad, la familia, la precariedad laboral, la amistad, la adolescencia, el desarraigo, el cuerpo, el sexo. La vida.