Alfonso IX es uno de los reyes más singulares de nuestra historia. En sus más de cuarenta años de reinado desarrolló una importante labor legislativa. En 1188 convocó en la basílica de San Isidoro a los representantes del clero, la nobleza y el pueblo a las que se pueden considerar las primeras Cortes democráticas de la vieja Europa, lo que convertiría a León y por lo tanto a España en «cuna del parlamentarismo».
Así mismo fundó y refundó numerosas poblaciones o les concedió fueros para su desarrollo: Coruña o Betanzos en Galicia; Villafranca del Bierzo, Bembibre, Laguna de Negrillos o Sanabria en territorio leonés…
No menos notables fueron sus tareas de conquista, recuperando para su reino Cáceres, Mérida o Badajoz y otras villas y ciudades. De especial relevancia es su victoria en la batalla de Alange donde derrotó al caudillo árabe Ibn Hud, cuyas tropas doblaban en número a las del ejército que él dirigía.
También cabe destacar el apoyo de Alfonso IX al mundo del saber y la cultura con iniciativas tan trascendentes como la creación de la Universidad de Salamanca.
Pero si como rey la imagen que nos llega de él es extraordinaria, las crónicas cuentan que como hombre era fuerte y atractivo, dotado de elocuencia y potente voz, lo que le ayudó a ganarse el favor del pueblo y el amor de bellas mujeres, tanto sus esposas Teresa de Portugal o Berenguela de Castilla como las amantes con quienes compartió pasiones y numerosos hijos.
A su muerte fue enterrado en la catedral de Santiago de Compostela, a la que había dedicado afanes y cuantiosas sumas de maravedíes para que el maestro Mateo pudiera finalizarla durante su reinado y cuya solemne consagración presidió en el año 1211.