Este libro, para todos los públicos, es ante todo una defensa de nuestra lengua hispánica. En este sentido, es objeto de estudio la Comunidad Hispánica procurando que la voz del español se oiga más en un contexto internacional. Y este libro pone también de manifiesto cuál es el tratamiento de otras lenguas europeas en Estados comparables con España a efectos de propugnar la normalización del español o castellano dentro del territorio nacional.
Prólogo
Escribo este prólogo al libro La comunidad hispánica y su lengua del catedrático de Derecho administrativo y ensayista Santiago González-Varas Ibáñez a pocas horas de que comience el año en que se conmemorará, espero que con toda dignidad, el centenario luctuoso del gran humanista Elio Antonio de Nebrija, autor en 1492 de una Gramática sobre la lengua castellana que fue la primera escrita para una lengua “vulgar” europea y modelo para la elaboración posterior de varias gramáticas de las lenguas amerindias, que eran ágrafas hasta la llegada de los españoles.
La frase de su prólogo, siempre la lengua fue compañera del imperio, profusamente citada, no se refiere a lo que será el resultado para España, y hasta 1898, de la llegada de Cristóbal Colón a América, que se produjo dos meses después de que Nebrija publicara la Gramática, sino a la situación del Imperio romano y del latín que “de tal manera lo siguió que junta mente comentaron, crecieron i florecieron i, después, junta fue la caída de entrambos”.
Yo prefiero, pro domo mea, parafrasear la cita en el sentido de que lengua y gobernanza son inseparables, idea que aparece, a lo que creo, en el último párrafo del propio prólogo cuando Nebrija dedica su trabajo “a aquella en cuia mano i poder no menos está el momento de la lengua que el arbitrio de todas nuestras cosas”.
Escribo, pues, como filólogo, acerca de un ensayo cuyo autor procede del mundo del Derecho y es rigurosamente consciente de las implicaciones naturales entre los poderes legislativo, judicial y ejecutivo. Su vinculación académica con Alemania lo hace buen conocedor de las legislaciones europeas, así como también su formación española le facilita sobremanera el acceso al corpus jurídico hispanoamericano. Desde tales fundamentos da el salto a un nivel distinto de reflexión como el que presente libro desarrolla, y Santiago González-Varas Ibáñez había tentado ya en dos obras anteriores, España no es diferente (2002) y Discurso a Hispanoamérica (y España) (2016).
En la historia de nuestra lengua común es obligado considerar tres momentos trascendentales. El primero es, obviamente, el fundacional, la constitución del romance castellano y su expansión por la Península ocupada por los árabes. El segundo comienza en 1492, el año de la Gramática de Nebrija, con la llegada de Colón a América. Y el tercero es el que hace del español una lengua ecuménica, la segunda por el número de hablantes nativos en todo el mundo: con este tercer momento me refiero al proceso de la independencia y constitución de las Repúblicas americanas a partir de finales del segundo decenio del Siglo XIX.
Momento crítico en el que ciertos augures vaticinaban un desarrollo semejante a lo que con la caída del Imperio Romano representó la fragmentación lingüística de la Romania. Y no fue así porque las nuevas Repúblicas soberanas, al tiempo que consolidaban el Estado, la nacionalidad, fijaban sus respectivos territorios y fronteras, organizaban la administración y abordaban el reto de la enseñanza de su ciudadanía creyeron útil el castellano o español como instrumento de cohesión, de integración nacional. De unidad. El español es la lengua que hoy es no por la Colonia, sino por la Independencia. Los sociolingüistas certifican que en 1820 hablaba español solo un veinte por ciento de los habitantes en la América hispana. Por lo que se refiere al castellano o español, los hispanohablantes, cada uno de los hispanohablantes, se siente hoy con toda legitimidad dueño de la lengua. Reside en ella como quien ocupa un lugar en el mundo.
En la unidad de nuestra lengua universal, bien perceptible hoy gracias a la fluida comunicación que la movilidad de las personas y la transmisión a través de los medios de nuestras respectivas hablas facilita, tuvo mucho que ver, en este trascendental siglo XIX, la labor académica. Unidad incomparable al de cualquiera de las otras grandes lenguas. Unidad ortográfica plena. Unidad reconocida y justitificada en la monumental Nueva gramática de la lengua española publicada en 2009 bajo la dirección del academico español Ignacio Bosque, completada con la Fonética dos años después y elaborada desde el más escrupuloso planteamiento panhispánico. Unidad que no significa uniformidad, pues se enriquece con los distintos acentos, modismos y particularismos del español de todo el mundo.
Hace ahora 151 años, cinco decenios después de las independencias, la Real Academia Española, que ya había nombrado como miembro suyo correspondiente al gran maestro de nuestra lengua en el Siglo XIX, el venezolano/chileno Andrés Bello, elaboró un Reglamento para la fundación de Academias Americanas correspondientes, aprobado por la Junta de 24 de noviembre de 1870 a propuesta del Director, el Marqués de Molíns.
El sucinto reglamento de 11 artículos viene precedido de una exposición de motivos que parece escrita desde un profundo sentimiento de fraternidad y exigencia de unidad, como bien se percibe en esta frase: “Los lazos políticos se han roto para siempre; de la tradición histórica misma puede en rigor prescindirse; ha cabido, por desdicha, la hostilidad, hasta el odio entre España y la América que fue española; pero una misma lengua hablamos, de la cual, si en tiempos aciagos que ya pasaron usamos hasta para maldecirnos, hoy hemos de emplearla para nuestra común inteligencia, aprovechamiento y recreo”.
Y como fruto de este espíritu, se creo en 1871 la Academia colombiana de la lengua española, la decana, detrás de la RAE, de las hoy existentes, que acaba de conmemorar su sesquicentenario.
Encuentro en aquel texto fundamental de 1870 el germen de la inspiración panhispánica que hoy felizmente rige la actividad de todas nuestras Academias. Fue en 1950, hace ya siete decenios, cuando el entonces presidente mexicano Miguel Alemán Valdés promovió la iniciativa de un primer “congreso de Academias de habla española”. Las sesiones se celebraron en abril de 1951 y dieron origen a la Asociación de Academias de la Lengua Española (ASALE).
Pero ya en aquella fecha se hablaba, por ejemplo, de la necesidad de “activas y regulares comunicaciones”. Se llega a formular, en la misma línea, el desiderátum de una futura organización como ASALE, que llegará por parte de las Academias “formando entre todas una federación natural que no reconozca límites ni barreras dondequiera que sea lengua patria la lengua de Cervantes, cuyos pueblos (…) podrán formar diversas naciones, pero nunca perderán esta robusta y poderosa unidad, nunca dejarán de ser hermanos”.
Especialmente vigente hoy por hoy me parece esta proclama de nuestros predecesores hace ya siglo y medio: “Va la Academia a reanudar los violentamente rotos vínculos de la fraternidad entre americanos y españoles; va a restablecer la mancomunidad de gloria y de intereses literarios, que nunca hubiera debido dejar de existir entre nosotros, y va, por fin, a oponer un dique, más poderoso tal vez que las bayonetas mismas, al espíritu invasor de la raza anglosajona en el mundo por Colón descubierto”.
El comprometido asunto a que hace referencia el último párrafo citado ocupa el centro de las dos primeras partes del ensayo de González-Varas, abundoso en información histórica que justifica aquel (fundamentado) recelo que la RAE de 1870 presentía ante el “espíritu invasor de la raza anglosajona”. Compartido enseguida por Rubén Darío, quien en contra de la manipulación exterior de la “leyenda negra” y del odio contra España con tanta gallardía mencionado también por nuestros académicos del XIX, bien merece la atribución de sus propios versos dedicados al peruano José Santos Chocano: Va como Don Quijote en ideal campaña,/Vive de amor de América y de pasión de España. Igualmente, en su libro Prosas profanas, que es de 1896, en la famosa oda “A Roosevelt” lo apostrofa con palabras inolvidables: Eres los Estados Unidos/Eres el futuro invasor/De la América ingenua que tiene sangre indígena/Que aún reza a Jesucristo y aún habla español.
La tesis más comprometida del presente libro no es totalmente novedosa en la formulación que de ella hace su autor, porque uno de nuestros filósofos más destacados, Gustavo Bueno, ya la había adelantado en España ante Europa, de 1999. También para Santiago González-Varas Ibáñez “Hispanoamérica pasa a ser actualmente la única alternativa o esperanza. Sus claves han de ser el humanismo, el progreso de lo propio y la cultura”. Sin la más mínima pretensión hegemónica, España debería, así, “convertirse en una provincia europea del Estado hispanoamericano dirigida desde América, diluyéndose en tal proyecto (lo mismo que UK respecto de USA)”.
La escritura ensayística, diferente de la académico-universitaria, permite licencias que aquí el autor aprovecha cabalmente. Habla, así, de hispanófobos, pero se atreve a acuñar un neologismo, hispanobobos, del que en mis escritos particulares pienso utilizar a partir de hora para referirme a una creciente manifestación hispánica, y en especial española, de papanatismo.
Es, ciertamente, para preocuparse la contaminación, muchas veces incomprensible, del español por el inglés. Resulta desmesurada la incidencia de este virus en la publicidad, que abusa de términos ingleses como si las cosas, al ser mencionadas en esta lengua, tuvieran mayor calidad y más valor. Lo mismo cabe decir en el apartado de los dispositivos, programas o sistemas tecnológicos. Es absurdo que en español se siga utilizando tablet y no tableta, con lo cual unas veces se dice en masculino y otras en femenino pues en el inglés no existe género gramatical, sin mencionar la dificultad de pronunciar un plural en -ts: tablets.
Detrás de estos comportamientos lingüísticos subyace cierto complejo de inferioridad que me parece indecoroso. Lo mismo que a los fundadores de la RAE les preocupaba en 1713 la presión del francés, ahora el problema es mucho mayor con la nueva lengua franca. Y no se trata de defender una actitud de purismo recalcitrante. En el siglo XIX, el ferrocarril significó un gran avance tecnológico. Sus constructores eran ingleses y, con las máquinas trajeron las palabras. Pero estas ya se han integrado totalmente en el español. Cuando decimos vagón o raíl, no sentimos que sean vocablos foráneos. Lo que es muy difícil de comprender es el hispanobobismo de la utilización innecesaria e inconsecuente de términos ingleses. Por ejemplo, que un servicio de manicura se anuncie como Nails Factory, o un organismo oficial envíe una invitación que empieza con un Save the date e indique después el Dress Code.
Desafortunadamente, no es difícil en nuestro día a día encontrar por doquier muestras de semejante falta de respeto a nuestra lengua. Nos topamos con vallas publicitarias, carteles en escaparates, rótulos de comercios o negocios nativos, nombres de programas de televisión, anuncios de artículos especialmente relacionados con la moda y la belleza todos cargados de anglicismos. El Ayuntamiento de Madrid tuvo en su fachada durante meses una enorme pancarta que rezaba RefugeesWelcome, numerosos establecimientos comerciales cuelgan el cartel de shopping night y convocan el Black Friday, el Ciber Monday o la Fashion week. Entre los profesionales, se da igualmente la tendencia a presentarse como wedding planner, product manager, community manager, account executive, o CEO, acrónimo de chief executive officer, en lugar de consejero delegado. Y gran número de programas televisivos, tanto de canales privados como púbicos, producidos y emitidos en España, llevan títulos en inglés: Master chef celebrities, Family, Spain in a day, La voz kids, Sábado deluxe, All you need is love… o no, First dates…
Igualmente, el autor de La comunidad hispánica y su lengua no renuncia a la prerrogativa ensayística de afrontar las posibles polémicas. En concreto, no se muerde la lengua, amparándose –eso sí– en sólidos argumentos jurídicos, sociológicos y políticos, a la hora de encarar en la tercera parte de su libro el asunto de “La normalización de la lengua hispánica dentro de España”, valiéndose además de una metodología comparatista comprehensiva de la misma problemática en el ámbito de la Unión Europea, donde la mayoría de los Estados son plurilingües. En este sentido, su voz de intelectual en pleno ejercicio de su libertad se une a las de quienes están abordando desde hace unos años una relectura crítica de la transición española desencadenada tras la muerte de Franco y la aprobación del texto constitucional de 1978.