En la actualidad se producen cambios vertiginosos y el derecho no se encuentra inmune a ellos. Desde este punto de vista, es importante conocer lo que pensadores de referencia en la actualidad han dicho sobre las últimas transformaciones. Este ensayo repasa las contribuciones de filósofos tan relevantes como E. Voegelin, R. Girard, J.Habermas, R. Brague o B-Ch. Han, mostrando su reflexión sobre el hombre y cómo ello repercute en la comprensión del derecho y otras instituciones humanas. La obra aporta una visión original, ya que busca reconstruir la filosofía del derecho partiendo de una nueva formulación de sus fundamentos últimos y revelando la conexión entre la filosofía jurídica, la antropología y la metafísica.
A modo de introducción. Declaración de intenciones
De alguna manera este libro toma partido por Platón frente a Hegel y busca mostrar que, en contra de lo que opinaba este último, la filosofía nunca llega demasiado tarde. Que es, en realidad, un saber intempestivo, como sugería Nietzsche, una afortunada semilla que brota para inquietar nuestras certezas, especialmente aquellas inspiradas en el prejuicio o el poder, en la moda o en esa sutil forma de irracionalidad que es la ideología. De ahí que sea siempre extemporánea, inoportuna, como un profesor incómodo que pregunta sin avisar.
Los filósofos cuya obra reviso a continuación saben todo eso. Y son conscientes de que cultivan una disciplina en permanente crisis, cuestionada de un modo impenitente, obstinadamente puesta en entredicho, lo cual es una garantía, si tenemos en cuenta las olas que sacuden hoy nuestras orillas: el populismo, la desigualdad, el relativismo, la corrupción, la degradación estética, la Inteligencia Artificial… fenómenos que la filosofía –mucho menos la que aquí nos interesa, la filosofía social– puede pasar por alto.
Cada uno de los pensadores que comparecen en estas páginas tiene su propio vericueto formativo. Son, desde muchos puntos de vista, dispares. Hay un discípulo de Kelsen, un vástago, algo desencantado ya, de los marxistas de Frankfurt, un cristiano de convicciones sólidas, un conservador melómano e inclusos un coreano apasionado por Heidegger. Pero todos comparten una idéntica vocación, la misma, por cierto, que distinguió, cuando el mundo era algo más prístino, a un sabio despistado de Anatolia – en concreto, de Mileto– y que, desde entonces, consideramos un don divino e insustituible, como el fuego que nos calienta.
En tiempos como los que vivimos, en que los “intelectuales” más mediáticos apenas escriben de seguido los 140 caracteres que caben en un tweet, he creído útil dar voz a estos intrépidos de la razón dispuestos a abrigar a una humanidad esquilmada. Busco traerlos a la filosofía del derecho como si fueran la corriente de aire fresco que esta requiere para aventar algunos de sus fantasmas: el legalismo baldío, la hostilidad hacia la metafísica o la vacuidad del análisis formal, entre otros. Su obra nos habla de valores sublimes –de libertad, de justicia, de belleza, incluso de amistad– y avista caminos para su posible realización. En lugar de presentar el estado en que se encuentra la filosofía del derecho contemporánea, partiendo, como parece preceptivo, de Teoría de la justicia de Rawls, he preferido algo más original y, a mi juicio, más útil: ahondar en lo que estos pensadores sugieren e indicar, mediante sus contribuciones, por dónde hemos de empezar a construir de nuevo la disciplina.
Pero no nos llevemos a engaño: este no es un ensayo de filosofía jurídica, sino de filosofía, que es, en mi opinión, lo que realmente se precisa para revitalizar el derecho. Está escrito desde una comprensión del trabajo filosófico que hoy puede resultar peculiar, a pesar de su egregio abolengo. Se trata de una visión que, en principio, rechaza deslindar la filosofía teórica de la práctica, como si esta última –en la que se enmarcaría la moral, la política o el derecho– fuera la hija bastarda de la primera. Entiende que la filosofía, es, ante todo, una forma de vida, una opción existencial, una ocupación idónea para aprendices o diletantes apasionados, como muy bien sabía Pitágoras al acuñar el término que designa a quienes se enorgullecen de cultivarla.
Bajo este prisma, que no menoscaba el rigor filosófico, incluso la metafísica –mejor dicho, sobre todo la metafísica– disfruta inexorablemente de una dimensión práctica porque, según recuerda uno de los autores de los que hablaremos, Voegelin, la experiencia del ser constituye una vivencia tan extraordinaria, tan estremecedora, que propicia –que determina– un cambio radical de vida. Provoca, es cierto, una transformación que, además de repercutir en ese Estado nación en miniatura que cada uno somos, se derrama también, como un líquido maravilloso y rebelde, remiso a las fronteras, por todo el espectro social, para fecundarlo o, en su caso, cauterizar sus heridas. Para renovarlo, en definitiva.
Apostamos, pues, por una filosofía catárquica, en la que la verdad no sea tanto el predicado de una proposición como la claridad que se adivina al alzar la mirada en una travesía intrincada de búsqueda e indagación. No se puede afirmar que sea la concepción imperante –no lo es–, pero era la que compartían Platón o Aristóteles, Plotino o Santo Tomás y muchos de los pensadores a los que se dedican los próximos capítulos. Tal vez no sea superfluo recordar que, según el discípulo de Sócrates, salir de la caverna –¿y qué hace el filósofo sino, desesperadamente, andar a la caza de tragaluces? – exigía, primero, volver (periagogé) el rostro hacia el punto donde asomaba el resplandor y, después, proceder a la ascensión (anábasis). Haríamos mal en interpretar este tipo de imágenes únicamente como metáforas disparatadas o ingenuas, porque son símbolos muy meditados para transmitir la verdad de una experiencia contemplativa que rebasa lo que el lenguaje puede comunicar, así como los términos de lo teórico y lo práctico. O que es teórica, pero redunda en la acción: que se hace verdad –se veri–fica– en la existencia.
Esta forma de concebir la filosofía tiene la ventaja de ennoblecer tanto la metafísica como el pensamiento social. Ubica la especulación en el aquí y en el ahora, recordando que lo que se piensa acerca del ser y de sus causas influye en la configuración cultural y en el entramado comunitario. Y viceversa. Es decir, que no es indiferente apostar por un arte sublime o degradado, ni trivial sortear la ética en el espacio público, como tampoco suscribir una forma u otra de entender el derecho. Negar estos extremos supondría hendir la unidad de pensamiento y acción, lo que, por muy moderno o posmoderno que sea, resulta poco saludable. Por decirlo de otro modo, implicaría perpetrar una “hipocresía ontológica”. Además, sin plantearnos previamente qué lugar ocupamos en el cosmos o si es un qué o un quién aquel que nos sale al encuentro, difícilmente podremos relacionarnos adecuadamente o configurar un derecho más humano.
La filosofía del derecho requiere antropología, hondura metafísica. Los textos aquí reunidos tienen la finalidad de explicar por qué y de identificar a los filósofos que pueden servir de inspiración en la labor de fundamentación de lo jurídico. Voegelin, Habermas, Girard, Brague, Scruton o Byung-Chul Han coinciden en que las cosas no van bien o, por decirlo con optimismo, que podrían ir mejor. Y también están de acuerdo en que la causa de ello estriba en el olvido de ciertos valores, en la primacía de lo cuantitativo, en la postergación de esa dimensión a la que no podemos acceder mediante microscopios o tubos de ensayo. Ninguno niega el progreso, ni siquiera los logros políticos de los últimos decenios, pero son intelectuales insatisfechos que no creen que el éxito en esas esferas baste o sea prioritario.
Si hay una preocupación que hermana las reflexiones de estos seis gigantes del pensamiento es, precisamente, el hombre. ¿Quiénes somos? ¿Qué nos caracteriza? ¿Cómo guarecernos ante la deshumanización? ¿Puede el derecho, la política o el arte revertir el proceso? Estos filósofos han intentado responder a estas preguntas, conscientes de que, tras la catástrofe posestructuralista, lo humano se encuentra sumido en el desprestigio más absoluto. Algunos han señalado que tal vez la situación cambie muy pronto porque acontecimientos como el Covid o el envejecimiento demográfico están mudando las prioridades y poniendo sobre el tapete la importancia del cuidado o la fragilidad. Pero suscitan incertidumbre otros fenómenos, como el aguijón transhumanista, porfiado en postergar –por caduco, por vetusto, por imperfecto, en suma– al hombre, lo que exige que extrememos la cautela. Para ello, nada mejor que lo que aquí proponemos: espigar en la obra de estos contemporáneos razones en defensa de lo humano.
Como comprobará el lector, nada de lo que dicen está de más. Voegelin alude a la necesidad de adaptarnos a un orden no convencional con el fin de familiarizarnos con la trascendencia; Girard, con su hipótesis del chivo expiatorio, radiografía la dinámica del deseo y la violencia para conminarnos a domeñarla; Habermas descubre el potencial emancipador del diálogo, del mismo modo que Scruton apuesta por revelar las formas en que se encarna o revela el sentido. Brague apuntala con su espaciosa erudición la superioridad de nuestra naturaleza y Han indica caminos para salvar la excepcionalidad del hombre, sin sucumbir al modelo cultural hipercapitalista.
El título, como muchos habrán adivinado, es un sincero y humilde homenaje al célebre libro de Jürgen Habermas, Perfiles filosófico-políticos y se inscribe, como él, en un género intermedio, a medio camino entre lo académico y lo divulgativo. Como el volumen homónimo, también este aspira a trazar una historia de la filosofía coetánea. Se mueve deliberadamente en el corto plazo, en el marco de esa “rabiosa actualidad” de la que hablan los periodistas. Esa circunstancia no me ha impedido, sin embargo, señalar los aspectos de valor o provecho menos caduco, más imperecederos.
Evidentemente, estos no son los únicos filósofos que se interrogan hoy por el hombre. Podríamos habernos referido a otros, con inquietudes similares o contribuciones más determinantes. Elegir es, siempre y desgraciadamente, excluir. Lo que finalmente me llevó a optar por estos seis, además de un motivo tan incontestable como es la afinidad e inclinación personal, fue un conjunto de razones. En primer lugar, la semejanza que descubrimos entre sus planteamientos, sus inspiraciones, su diagnóstico y, algo más sorprendente, sus soluciones. En segundo término, la mirada esperanzadora con la que estudian y analizan nuestra contemporaneidad: sí, como veremos, detallan las flaquezas, el agotamiento de ciertos paradigmas y son prolijos a la hora de indagar los orígenes de la actual condición, pero lo hacen con una confianza contagiosa en la razón y en las instituciones humanas, como el derecho. Por último, sus análisis, tomados en conjunto, componen un cuadro bastante realista y muy clarificador de nuestra edad.
La mayoría de estos textos tiene su origen en artículos divulgativos publicados en Aceprensa, aunque han sido reelaborados de tal modo que en muchos casos no es fácil encontrar similitudes con la publicación original. Desde hace años, escribo en ese medio sobre intelectuales y teóricos influyentes y confío seguir haciéndolo en el futuro. Gracias a esta labor, he contado con un lugar privilegiado para estar al tanto de lo que se discute y publica. En cuanto a la forma, me he querido alejar de modo muy consciente del estilo envarado y –confesémoslo– algo altivo y estirado en el que suelen estar escritas las monografías académicas, optando por maneras expresivas más literarias, más desenfadadas, en aras de la claridad. En beneficio también de ella, he limitado la bibliografía citada; aparecen, como es obvio, las obras más relevantes de los filósofos que se estudian, pero escasas monografías especializadas porque mi deseo es dar a conocer lo que estos autores piensan. Se observará, además, que hay poca valoración crítica. Lo que aquí ofrezco es, simple y llanamente, el fruto destilado de una larga vecindad en su compañía.
La ventaja que tiene frecuentar a pensadores con preocupaciones amplias erudición apabullante es que confirman que la filosofía está, por suerte, en muy buena forma. Como esos animales salvajes que se crecen ante la desventura y las amenazas, el filósofo siente una inclinación contumaz a ser osado en tiempo de crisis. Confío en que este viaje que propongo al lector por las figuras destacadas del pensamiento contemporáneo no defraude y sea la antesala de una aventura más fascinante aún: la de acercarse directamente a lo que ellos escribieron. El esfuerzo merece la pena.