Transmisión mortis causa patrimonio intelectual y digital
Introducción
El Derecho civil se ocupa y preocupa, principalmente, de situaciones vinculadas a la esfera privada de la persona así como de los derechos que se exteriorizan a través de objetos materiales. Sin embargo, también aborda otras cuestiones que presentan mayor complejidad por recaer sobre bienes inmateriales o intangibles que son fruto del intelecto humano, hecho que se traduce, precisamente, en determinadas particularidades jurídicas. Una de esas materias a las que dedica especial atención es la relativa a la propiedad intelectual o los derechos de autor2.
Hoy día, la estrecha ligazón que existe entre el Derecho civil y la propiedad intelectual está fuera de toda duda. Y es que la propiedad intelectual en sentido estricto o derecho de autor y, en particular, su dimensión moral, entronca directamente con el núcleo medular de dicha disciplina, la persona, conectando con su esfera más íntima. Recuérdese que el Derecho civil es un Derecho por y para la persona. Abarca, las facetas del ordenamiento jurídico privado más próximas al hombre, las que calan más incesantemente en su intimidad y en su existencia cotidiana; en sus relaciones y posiciones familiares; en el tráfico y en el disfrute y dominación de las cosas y derechos, incluso, más allá de la muerte y cuya tarea principal consiste en defender y promover los valores y facetas esenciales del ser humano3.
Por diversas y contundentes razones, el estudio de la propiedad intelectual en España está enmarcado dentro del Derecho civil4, si bien el derecho de autor no es único y, aunque sea especial o sui generis, no se configura al margen de las restantes ramas del Derecho5.
De una parte, si acudimos a la terminología, la más utilizada en nuestro país para describir el conjunto de la materia cuyo estudio nos ocupa, es la de “propiedad intelectual”6, con la que, con absoluta claridad, se hace alusión al derecho de dominio, eje central de todas las codificaciones (europeas y latinoamericanas) del sistema de Civil law o Derecho continental7 que siguieron la estela del Code napoleónico, en palabras de GROSSI, “el último eslabón de la larga cadena de continuidad que arranca de la antigüedad clásica…, el más vivo testimonio del individualismo propietario”8. Siendo la propiedad el sacrosanto derecho y el fundamento de las transacciones económicas del tráfico jurídico9, la expresión intencionadamente elegida deja entrever, de un lado, la enorme relevancia concedida a tales creaciones del intelecto al optarse por incluirlas en el seno de la institución jurídico-privada de mayor trascendencia; y, de otro, un patente utilitarismo, el cual fluye a raudales en nuestro decimonónico Código civil (en adelante, C.c.), puesto que lo que más parece importar (si no, lo único) es la obtención de ventajas económicas con la obra producto de nuestro esfuerzo creador o inventiva10, como enseguida veremos.
De otra, desde la promulgación del Código en 1889, al que antecedieron la Ley de Propiedad Literaria de 1847 y la Ley de Propiedad Intelectual de 1879, esta materia encuentra acomodo en él, aun de manera sucinta, como una “propiedad especial”. En concreto, en su Libro II, que lleva por rúbrica “De los bienes, de la propiedad y sus modificaciones”, Título IV, “De algunas propiedades especiales”, y, dentro de éste, en su Capítulo III, “De la propiedad intelectual”, el cual está integrado tan sólo por dos preceptos, los arts. 428 y 42911. El primero de ellos establece que “el autor de una obra literaria, científica o artística tiene el derecho de explotarla y disponer de ella a su voluntad”, haciendo alusión únicamente, como puede comprobarse, a las facultades patrimoniales que pueden reportar un lucro al creador de la obra, en tanto que, según el art. 429, “la Ley sobre propiedad intelectual12 determina las personas a quienes pertenece ese derecho, la forma de su ejercicio y el tiempo de su duración. En casos no previstos ni resueltos por dicha Ley especial se aplicarán las reglas generales establecidas en este Código sobre la propiedad13“, inciso final que, al prever la aplicación supletoria de la regulación de la propiedad común u ordinaria, nos devuelve, nuevamente, al pilar fundamental sobre el que se asienta nuestro C.c. Ambos preceptos, actualmente en vigor, han de ponerse en relación con el art. 149.1.9.ª de la Constitución española (en lo sucesivo, CE), en cuya virtud el Estado tiene competencia exclusiva en cuanto a la legislación sobre propiedad intelectual e industrial.
Así, pues, conforme a su diseño legal en nuestro Código, nada inocente por cierto, la propiedad intelectual se configura como una propiedad especial incardinada en el Derecho civil, que, como tendremos ocasión de ver, tiene carácter temporal y está integrada por un haz de facultades (a las que el propio legislador, impropiamente, denomina “derechos”), tanto de carácter personal como patrimonial, que atribuyen al autor la plena explotación y disposición de la obra “a su voluntad”, según reza el art. 428 del C.c.
Al ser configurado como un derecho de propiedad, en cuanto a su contenido esencial y estructura, su abordaje ha de afrontarse necesariamente desde el Derecho civil, sin perjuicio, naturalmente, de las infracciones penales que contra él puedan cometerse14, de la tutela administrativa de la propiedad intelectual en internet o de los impuestos que graven los rendimientos generados por la misma, cuestiones éstas y otras muchas que son tratadas desde las respectivas ópticas jurídicas.
Teniendo ello presente, la vigente Ley de Propiedad Intelectual (en adelante, LPI), aprobada por el Real Decreto-Legislativo 1/1996, de 12 de abril, no puede entenderse sin traer a colación toda una serie de conocimientos y normas propios del Derecho civil, ya sea porque la propia LPI hace referencias o remisiones a unos y a otras, ya sea porque se presuponen sabidos y sabidas al momento de encarar, de manera específica, la regulación de la propiedad intelectual. En efecto, la LPI remite, continuamente, a figuras e instituciones del Derecho civil que no entra siquiera a describir pues da por sentado que son de sobra conocidas. Sirvan, como botón de muestra, las referencias que en su art. 15 hace a las disposiciones de última voluntad, a los herederos y a la declaración de fallecimiento; también en sus arts. 26 a 30, en los que menciona la muerte y la declaración de fallecimiento; y en los arts. 42 y 43, los cuales se ocupan, respectivamente, de la transmisión mortis causa e inter vivos de las facultades patrimoniales de la propiedad intelectual.
A la vista de ello, ¿cómo negar que, para conocer la propiedad intelectual, deba entenderse, previamente, lo que la propiedad sea, sus caracteres, sus atributos, las facultades que la componen y los mecanismos para defenderla? ¿Cómo negar que, para abordar el estudio de los derechos de autor, se presuponga un adecuado conocimiento del derecho subjetivo, su contenido y sus límites, de los derechos de la personalidad y de tantas otras instituciones que guardan estrecha relación con la propiedad intelectual, el cual compete, exclusivamente, al Derecho civil?
Fijado, pues, el nítido y sólido anclaje civilista de la propiedad intelectual15, es preciso destacar que ésta comparte muchas de las características de la propiedad ordinaria o común, la que recae sobre objetos físicos y que nos es, sin duda alguna, mucho más familiar: encuentra su engarce constitucional en los arts. 33 (propiedad privada) y 38 (libertad de empresa) de la CE; es un derecho subjetivo integrado por un haz limitado de facultades otorgadas por la ley16 que, como en todo derecho real, son susceptibles de adquirir autonomía mediante cesión o transmisión tanto inter vivos como mortis causa; su titular tiene plena disposición y disfrute de la explotación de la obra con exclusión de terceros17; y su inscripción registral no es constitutiva.
No obstante ello, la protección jurídica de las ideas o creaciones de la mente humana reviste una singularidad que reclama una disciplina distinta a la reguladora del dominio de los bienes materiales o corporales a los que los productos del intelecto son difícilmente parangonables18.
De entrada, el derecho moral que protege la dimensión personal de la creatividad del autor tiene difícil encaje en el marco de la propiedad ordinaria19, de alcance estrictamente patrimonial.
Por otro lado, su intangibilidad o inmaterialidad, esto es, la imposibilidad de que se cristalice o defina por parámetros físicos porque la cosa sobre la que recae es una obra del ingenio, permite que pueda ser difundida con suma facilidad, compartida por una infinidad de personas a la vez en multitud de lugares20 y en la misma cantidad y calidad e indebidamente apropiada (piénsese en los frecuentes casos de plagio de trabajos académicos o canciones), además de que el autor, con la simple creación de la obra, adquiere sobre ella, de manera automática, la propiedad intelectual. Nada de ello acontece con el dominio sobre los bienes tangibles, por ello que el sistema de tutela jurídica de la propiedad intelectual presente, frente a la común, cierto nivel de complejidad, incrementado aún más si cabe en las últimas décadas con el creciente uso de las diversas tecnologías digitales.
Otra diferencia fundamental respecto de la propiedad privada ordinaria y una de las cuestiones que más controversia genera es la referente a la duración de las facultades de índole económica (no de las morales, de titularidad siempre del autor) sobre la obra más allá de la muerte de su titular21, porque, como es sabido, tanto en las normas internacionales22, como en el Derecho comparado y en el nuestro, se ha consagrado el principio de temporalidad de las facultades de explotación del autor sobre sus creaciones, lo que le impide transmitirlas de manera indefinida a través del otro derecho contemplado también en el art. 33 de la CE, el de la herencia.
La LPI de 1879 contemplaba en su art. 6 un plazo de ochenta años post mortem auctoris, que la de 1987 rebajó a sesenta para acomodarse a los términos de otros países europeos, si bien respetando a los autores fallecidos durante la vigencia de su predecesora. Ello explica que los derechos sobre las obras de autores fallecidos antes del 7 de diciembre de 1987 tuvieran una duración mayor al aplicárseles la norma de 187923, como fue el caso del malogrado Federico García Lorca, fusilado en agosto de 1936, cuyas obras pasaron al dominio público en enero de 2017.
Tras la Directiva 93/98/CEE del Consejo de 29 de octubre de 1993, relativa a la armonización del plazo de protección del derecho de autor y de determinados derechos afines (posteriormente derogada por la Directiva 2006/116/CE del Parlamento europeo y del Consejo de 12 de diciembre de 2006), la Ley 27/1995, de 11 de octubre, modificadora de la LPI de 1987, incorporó la norma comunitaria al Derecho español estableciéndose una limitación temporal del derecho de autor tras su muerte de setenta años, plazo que contempla la vigente LPI de 1996 (arts. 26 y ss.), transcurridos los cuales las obras pasan al dominio público (art. 41.1), tal y como aconteció en 2020 con las de Antonio Machado, en 2021 con las de Manuel Hazaña y en 2022 con las de Calixto Valverde y Valverde, pudiendo ser utilizadas por cualquiera, siempre que se respete la autoría y la integridad de la obra, en los términos previstos en los apartados 3.° y 4.° del art. 14 de la LPI.
El argumento que se esgrime para justificar la temporalidad de las facultades de explotación de las obras de autores fallecidos y su reversión al dominio público es el interés social de su actividad creadora24. Ello está en línea con las palabras pronunciadas por el gran Víctor Hugo en su discurso de apertura del Congreso literario internacional celebrado en París el 7 de junio de 1878: “Le principe est double, ne l’oublions pas. Le livre, comme livre, appartient à l’auteur, mais comme pensée, il appartient – le mot n’est pas trop vaste – au genre humain. Toutes les intelligences y ont droit. Si l’un des deux droits, le droit de l’écrivain et le droit de l’esprit humain, devait être sacrifié, ce serait, certes, le droit de l’écrivain, car l’intérêt public est notre préoccupation unique, et tous, je le déclare, doivent passer avant nous”.
Así las cosas, la propiedad intelectual no es como la ordinaria, que va pasando de unas manos a otras y siempre (con la excepción de los bienes mostrencos del art. 610 del C.c.) tiene un propietario. Desde que la obra es creada, durante un periodo de tiempo el derecho de propiedad intelectual pertenece al autor y a quien éste haya cedido sus facultades pero, tras expirar dicho plazo de protección de las facultades patrimoniales, la obra pasa a ser de dominio público, esto es, tales prerrogativas pertenecen a toda la sociedad.
Apuntado lo anterior y sin perderlo de vista, la tarea que nos proponemos en este trabajo es la de ahondar en el análisis de la transmisión mortis causa del derecho de autor stricto sensu y las cuestiones controvertidas que giran en torno a ella.
Como es sabido, el Derecho sucesorio es la parte del Derecho privado que regula la transmisión de las titularidades y relaciones patrimoniales activas y pasivas de una persona después de su muerte. De otro modo, al morir una persona, le suceden sus herederos, quienes reciben sus derechos, bienes y deudas, entre los que se encuentran los derechos de propiedad intelectual. Al respecto, el art. 42 de la LPI dispone que “los derechos de explotación de la obra se transmiten mortis causa por cualquiera de los medios admitidos en Derecho”, limitándose, por tanto, al contenido patrimonial del derecho de autor. Pero ¿qué ocurre con las facultades morales o personalísimas?; ¿quiere ello decir que el derecho de autor no se hereda como un todo unitario?
Descartada completamente la posibilidad de heredar el talento de un autor (¡ojalá fuera ello posible!), a su fallecimiento se plantea el problema del destino o suerte que correrán las relaciones jurídicas de las que era titular y la posibilidad de que las de carácter patrimonial (de explotación y de remuneración) se transmitan a otras personas, con la sujeción a la temporalidad a la que antes hemos aludido y sobre la que luego volveremos más detenidamente.
Sin embargo, ha de tenerse en cuenta que el derecho de autor también está integrado por facultades no económicas, morales o personales, cuya sucesión mortis causa sería más dudosa al ser intransmisibles. A la vista de ello, ¿cómo se justifica que, dentro de un único derecho, algunas de las facultades que lo integran se extingan a la muerte del autor (las que le permiten decidir si se divulga la obra bajo seudónimo o anónimamente, modificar o retirar la obra y acceder al ejemplar único de la obra), otras (las patrimoniales) se transmitan durante cierto tiempo y otras (en concreto, el reconocimiento a la autoría e integridad de la obra) continúen viviendo y, además, sin límite alguno de tiempo? ¿Cómo se articula en estos casos el fundamento de dicha sucesión? ¿Estamos ante un supuesto de sucesión ordinaria, de sucesión especial o, más bien, ante una legitimación ex lege prevista específicamente para la defensa y protección post mortem de ciertas facultades que el autor poseía en vida y que deben continuar tras su muerte? A estos y otros muchos interrogantes intentaremos dar respuesta en la primera parte del presente trabajo.
Si la protección de la propiedad intelectual está asumiendo cada vez más relevancia como consecuencia de la irrupción de internet y de las tecnologías de la información y comunicación (las TICs) en nuestras vidas, así como de la globalización y el dinamismo socio-económico que ésta implica a golpe de clic, la conocida como “cuarta revolución industrial” ha hecho surgir una problemática jurídica absolutamente nueva y, hasta ahora, de todo punto desconocida, la herencia de los bienes digitales que la persona ha generado durante toda su vida, sobre la cual no existe regulación específica en nuestro Derecho sucesorio, sector del Derecho civil bastante reacio a acoger reformas normativas. Sus clásicas instituciones permanecen prácticamente inmutables pese a la honda y veloz transformación de la realidad social en los últimos años, de la que deben destacarse las nuevas formas de interactuar entre los vivos, así como la generación cada día de un sinfín de contenidos digitales en nuestra vida personal y profesional que nos sobrevivirán tras la muerte. Ante la transmisión mortis causa de un nuevo patrimonio, el digital, dos son las opciones: o el Derecho sucesorio español contiene fórmulas que, pese a ser clásicas, demuestran una gran capacidad de adaptación o amoldamiento a la nueva realidad tecnológica o bien se circunscriben al mundo físico y, en consecuencia, su rigidez y formalismo impide conjugarlas con las nuevas tecnologías y las demandas de una sociedad en continuo cambio.
Es indudable que morir ahora, en el mundo 2.0, es muchísimo más complicado que hace décadas. La dinámica de la era actual nos conduce a disociar la existencia biológica del individuo de la que continúa en la red más allá de su muerte a modo de “zombie digital”, la cual plantea una problemática repleta de lagunas e interrogantes jurídicos: ¿de quién son los archivos almacenados por el difunto en su teléfono, ordenador o en la nube?; ¿qué sucede con su perfil y publicaciones en redes sociales? La correspondencia electrónica y la información en ella contenida, ¿es transmisible mortis causa? En caso afirmativo, ¿a través de qué instrumentos jurídicos del Derecho sucesorio español? ¿Todos los activos que componen el patrimonio digital se transmiten directamente a los herederos? Los derechos de la personalidad del fallecido como su intimidad o privacidad, ¿no deben ser protegidos también frente a sus causahabientes? En definitiva, ¿cuál es la suerte de los bienes y derechos digitales generados durante toda la vida de una persona tras su muerte?
La importancia de abordar el tema de la herencia digital (“digital legacy”) es innegable. Por ello, a la transmisión mortis causa del acervo digital, compuesto por bienes que presentan una gran heterogeneidad, complejidad y dispersión, prestamos atención en la segunda parte de este estudio monográfico con el fin de comprobar si nuestro Derecho sucesorio actual es capaz de proporcionar respuestas adecuadas a estas nuevas demandas (y, por consiguiente, conflictos) sociales.
Expuestos nuestros objetivos, corresponde al lector juzgar si han sido (aunque sea en parte) alcanzados.
1. En el presente estudio las referencias a la utilización del masculino genérico aluden a los dos géneros, femenino y masculino. Obedece a un criterio de economía de lenguaje al objeto de una lectura más fluida, sin ninguna connotación discriminatoria. Las personas destinatarias de las normas jurídicas e investigaciones citadas son mujeres y hombres.
2. En España, utilizamos el término “propiedad intelectual” para referirnos a las creaciones literarias, artísticas o científicas, esto es, al derecho de autor (propiedad intelectual stricto sensu), así como a los derechos conexos o afines y al sui generis sobre la base de datos (derechos de autor o propiedad en sentido amplio), en tanto que en otros países de la familia jurídica del Civil law y por influencia anglosajona, “intellectual property” engloba, de manera omnicomprensiva, tanto lo que para nosotros es la propiedad intelectual como la industrial (patentes, diseños industriales, marcas, nombres y denominaciones comerciales), materias ambas muy distintas entre sí de las que se ocupa la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual (OMPI o WIPO en inglés), organismo de las Naciones Unidas. Precisamente, a la creación de dicho ente en virtud del Convenio de Estocolmo de 1967 se asocia el término “propiedad intelectual”, si bien LEMLEY, M. A.: “Property, Intellectual Property, and Free Riding”, en Texas Law Review, vol. 83, 2005, p. 1033, nota 6, apunta que su uso doctrinal es anterior a dicho momento, especialmente, en el continente, aunque “these uses do not seem to have reflected a unified property-based approach to the separate doctrines of patent, trademark, and copyright”.
Por su parte, en los sistemas de Common law o de matriz angloamericana, se habla de “copyright” (en correspondencia con nuestros “derechos de autor”, incluyendo, por tanto, también los conexos), esto es, el “derecho de copiar”, lo que demuestra, claramente, un interés primordial por el derecho de difusión, reproducción y comercialización de la obra, es decir, por las facultades de índole patrimonial.
3. Por todos, CASTÁN TOBEÑAS, J.: Derecho Civil español, común y foral, Tomo I, vol. I, 11.ª ed., Reus, Madrid, 1975, p. 134 y OROZCO PARDO, G.: “Competencias, en materia de propiedad intelectual, de las Comunidades Autónomas”, en AC, núm. 30, 1988, pp. 1853 y 1854.
4. Las expone, detalladamente, ROGEL VIDE, C.: Estudios sobre propiedad intelectual, Bosch, Barcelona, 1995, pp. 11-17.
5. MISERACHS SALA, P.: Estudios sobre la propiedad intelectual y sociedad de la información. Entre la ley y la utopía, Atelier, 2014, p. 27.
6. La rúbrica “Propiedad intelectual” fue la elegida por la Ley de 1879, por la de 1987 y por la vigente de 1996.
En relación al Derecho norteamericano, LEMLEY: “Property, Intellectual Property, and Free Riding”, cit., pp. 5-6, afirma, con cierto tono de humor, que “ ‘intellectual property’ is an appealing term for a variety of reasons. It is sexy: practitioners in the field will tell you that their stock at cocktail parties went up immeasurably when they began to tell people they ‘did intellectual property’ rather than that they were ‘patent lawyers’. It promises to unify discrete areas of discipline dealing with exclusive rights in intangible information. And it promises a connection to the rich and venerable legal and academic tradition of property law. It is this last connection that has proven the most important”.
7. Para CARTWRIGTH, J.: Introducción al Derecho inglés de los contratos, Aranzadi, Cizur menor (Navarra), 2019, p. 46, un denominador común de muchos sistemas modernos de Civil law es que su Derecho privado está basado en un conjunto sistemático de normas generales contenidas en textos legislativos –típicamente, un ‘código’– como el francés, belga, alemán, italiano u holandés pero, aclara el autor, “la diferencia no reside sólo en la existencia de un código civil, ya que los países escandinavos son generalmente reconocidos como pertenecientes a la tradición de Civil law aunque no cuentan con códigos completos y sistemáticos. (…) Un rasgo en verdad distintivo de Common law frente a nuestros vecinos ‘civilistas’, es la limitada recepción en Derecho inglés de los principios del Derecho romano. El término Civil law se emplea para describir a estos ordenamientos europeos debido a la recepción por parte de éstos del lenguaje, las ideas y estructuras propias del Derecho romano con el resurgimiento y redescubrimiento del Corpus Iuris Civilis de Justiniano que tuvo lugar en Italia a finales del Siglo XI y se extendió con distintos grados de influencia en los distintos países del continente”.
8. GROSSI, P./LÓPEZ LÓPEZ, A. M.: Propiedad: otras perspectivas, Fundación coloquio jurídico europeo, Madrid, 2013, p. 18.
9. Nos vienen, inevitablemente, a la cabeza las palabras de Jean-Jacques ROUSSEAU en su Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres (Discours sur l’origine et les fondements de l’inégalité parmi les hommes), traducido del francés por Á. Pumaregap. 63: “el primer hombre a quien, cercando un terreno, se lo ocurrió decir ‘esto es mío’ y halló gentes bastante simples para creerle fue el verdadero fundador de la sociedad civil. ¡Cuántos crímenes, guerras, asesinatos; cuántas miserias y horrores habría evitado al género humano aquél que hubiese gritado a sus semejantes, arrancando las estacas de la cerca o cubriendo el foso: “¡Guardaos de escuchar a este impostor; estáis perdidos si olvidáis que los frutos son de todos y la tierra de nadie!”. Y en p. 80 añade: “todos corrieron al encuentro de sus cadenas creyendo asegurar su libertad, pues, con bastante inteligencia para comprender las ventajas de una institución política, carecían de la experiencia necesaria para prevenir sus peligros; los más capaces de prever los abusos eran precisamente los que esperaban aprovecharse de ellos, y los mismos sabios vieron que era preciso resolverse a sacrificar una parte de su libertad para conservar la otra, del mismo modo que un herido se deja cortar un brazo para salvar el resto del cuerpo.
Tal fue o debió de ser el origen de la sociedad y de las leyes, que dieron nuevas trabas al débil y nuevas fuerzas al rico, aniquilaron para siempre la libertad natural, fijaron para todo tiempo la ley de la propiedad y de la desigualdad, hicieron de una astuta usurpación un derecho irrevocable, y, para provecho de unos cuantos ambiciosos, sujetaron a todo el género humano al trabajo, a la servidumbre y a la miseria”.
10. Así lo apunta PÉREZ SERRANO, N.: “El derecho moral de los autores”, en ADC, 1949, p. 26.
11. Acerca de ambos preceptos, vid. BERCOVITZ RODRÍGUEZ-CANO, R.: “Comentario a los arts. 428 y 429 del Código civil”, Tomo I, en Comentario del Código civil, Ministerio de Justicia, Madrid, 1993, pp. 1153-1160.
12. En el momento de promulgación del C.c. se trataba de la Ley de 10 de enero de 1879.
13. Como señala BERCOVITZ RODRÍGUEZ-CANO: “Comentario al art. 429 del Código civil”, cit., p. 1160, dicha remisión expresa viene a reforzar el valor supletorio general del C.c. y puede tener especial aplicación por lo que a la accesión de muebles (a pesar de la independencia de la propiedad intelectual y de la propiedad material) se refiere así como a la comunidad de bienes en supuestos de coautoría.
14. Los delitos contra la propiedad intelectual se encuentran tipificados en los arts. 270 a 272 del Código Penal, habiendo sido modificados los arts. 270 y 271 por la Ley Orgánica 1/2015, de 30 de marzo.
15. En cuanto a la competencia objetiva, debe señalarse que el art. 86 ter, apartado 2.° letra a) de la Ley Orgánica 6/1985, de 1 de julio del Poder Judicial (en lo sucesivo, LOPJ) encomienda a los juzgados de lo mercantil la tarea de conocer de los asuntos atinentes a la tutela civil de los derechos de propiedad intelectual y, en relación a la competencia territorial, el art. 52.1.11.° de la Ley de Enjuiciamiento civil (en adelante, LEC), en los procesos en que se ejerciten demandas sobre infracciones de la propiedad intelectual, será competente el tribunal del lugar en que la infracción se haya cometido o existan indicios de su comisión o en que se encuentren ejemplares ilícitos, a elección del demandante.
16. Al respecto, recordamos las palabras del filósofo británico Jeremy BENTHAM en su Capítulo VIII “Principles of the Civil Code”, en The Works of Jeremy Bentham, Bowring, J. (ed.), Edimburgo, Tait, 1843, pp. 308-309: “The idea of property consists in an established expectation; in the persuasion of power to derive certain advantages from the object, according to the nature of the case. But this expectation, this persuasion, can only be the work of the law. I can reckon upon the enjoyment of that which I regard as my own, only according to the promise of the law, which guarantees it to me. It is the law alone which allows me to forget my natural weakness: it is from the law alone that I can enclose a field and give myself to its cultivation, in the distant hope of the harvest (…). Property and law are born and must die together. Before the laws, there was no property: take away the laws, all property ceases”.
17. Acerca de la materia, vid. PIZARRO MORENO, E.: La disciplina constitucional de la propiedad intelectual, Tirant lo Blanch, Valencia, 2012.
18. Para GETE-ALONSO Y CALERA, M.ª C.: “Comentario al art. 43 de la Ley de propiedad intelectual”, en Comentarios a la Ley de propiedad intelectual, BERCOVITZ (coord.), Tecnos, Madrid, 4.ª ed., 2017, p. 864, “la denominada ‘propiedad intelectual’ no es, en verdad, una auténtica propiedad sino un derecho subjetivo complejo (de composición patrimonial y personal) cuya naturaleza se pretende que sea semejante al de propiedad para destacar su fuerza. En verdad, el mantenimiento del nomen propiedad se debe a la intención de reforzar (que no identificar) un dato esencial que la delimita: el poder jurídico del autor (titular) que es de carácter absoluto –y único, pese a la diversificación personal y patrimonial (art. 2)– lo que le confiere el monopolio exclusivo sobre la obra (erga omnes, similar, en esto al derecho de propiedad) pero sólo eso: de modo que el derecho que el autor tiene sobre su creación pertenece a la categoría de los derechos subjetivos absolutos, al igual que sucede con el derecho de propiedad, pero se distancia de él en su configuración y las notas que lo definen”.
19. Así lo hace ver OLLERO TASSARA, A.: “Entre creación y propiedad. El problemático carácter ‘fundamental’ de los derechos del autor”, en Anuario de Derechos Humanos, núm. 5, 1888-1889, p. 133 y en “Derechos del autor y propiedad intelectual. Apuntes de un debate”, en Revista de Derecho Político, núm. 27-28, 1988, p. 126, donde afirma que “el marco de la propiedad resulta estrecho al profundizarse en la honda dimensión personal que la creatividad lleva consigo”.
20. Según indica BERCOVITZ RODRÍGUEZ-CANO, R.: Manual de propiedad intelectual, BERCOVITZ (coord.), Tirant lo Blanch, Valencia, 5.ª ed., 2017, p. 20, “mientras que el disfrute del coche o del apartamento en cada momento queda limitado a una persona o, a lo sumo, a un número reducido de ellas, en cambio, el disfrute de una obra, debido a su inmaterialidad y a su consiguiente ubicuidad, puede producirse al mismo tiempo por un número ilimitado de personas; además, en los lugares más distantes geográficamente del lugar de creación, o de divulgación de la obra, o del domicilio de su titular”.
21. La duración es toda la vida del autor más el plazo que cada legislación nacional contemple después de su muerte o declaración de fallecimiento y lo que quede de año, esto es, la obra pasa al dominio público el 1 de enero del año siguiente.
22. El Convenio de Berna para la protección de las obras literarias y artísticas adoptado en 1886 contempla en su art. 7.1.° un plazo de cincuenta años después de la muerte del autor (veinticinco años, en el caso de fotografías y obras de arte), facultando a los Estados parte para que puedan establecer plazos más extensos (art. 7.6.° y 8.°, apartado éste no aplicable a los autores europeos en virtud del principio de no discriminación por razón de la nacionalidad ex art. 18 del Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea –en adelante, TFUE–), posibilidad que, como bien puede intuir el lector, provocó una disparidad legislativa que, a falta de una normativa comunitaria armonizada, provocó pronunciamientos al respecto por parte del Tribunal de Justicia de la Unión Europea (en lo sucesivo, TJUE).
En ocasiones han surgido conflictos, como el enjuiciado por el Tribunal Supremo en su Sentencia de 13 de abril de 2015, el conocido caso Chesterton, escritor británico fallecido en 1936, sobre el cual volveremos más adelante.
A propósito de ello, la salida del Reino Unido de la UE podría repercutir en el paso al dominio público español de obras de autores británicos fallecidos antes del 7 de diciembre de 1987, por aplicársele después del Brexit, en lugar del plazo de 80 años el de 70 de la ley española y la del Reino Unido, que ya no es Estado miembro sino un país tercero y, por consiguiente, no le vincula el acervo comunitario, de modo que resulta de aplicación el principio de trato nacional conforme a los Tratados internacionales de los que dicho país sea signatario. Acerca de dicha cuestión, GARROTE FERNÁNDEZ-DÍEZ, I.: “Los derechos de propiedad intelectual tras el primer año del Brexit”, en La Ley Unión europea, núm. 100, 2022.
23. Conforme disponía la Disposición Transitoria 1.ª de la LPI de 1987, “2. Los derechos de explotación de las obras creadas por autores fallecidos antes de la entrada en vigor de esta Ley tendrán la duración prevista en la legislación anterior” y según la Disposición Transitoria 4.ª de la LPI de 1996, “los derechos de explotación de las obras creadas por autores fallecidos antes del 7 de diciembre de 1987 tendrán la duración prevista en la Ley de 10 de enero de 1879 sobre Propiedad Intelectual”.
24. Dicho argumento no resulta convincente para SERRANO ALONSO, E.: “Sugerencias para una reforma del derecho de autor”, en AC, núm. 2, 1986, pp. 77 y 78, porque, según sostiene, refiriéndose al plazo establecido por la LPI de 1879, “hay otras actividades del mismo o superior interés, que sin embargo no están sometidas a tal restricción (…). No hay razón alguna para someter un derecho de naturaleza patrimonial como es la derivada del derecho de autor a unas restricciones que los restantes bienes de esa naturaleza no tienen. Por lo tanto, a la muerte del titular el derecho de autor deberá seguir el mismo cauce que los derechos transmisibles existentes en su patrimonio y sólo pasarán al Estado cuando fallezca intestado el autor y carezca de herederos; es decir, la aplicación de la normativa general; mantener un sistema similar o análogo al que ahora existe me parece injustificado y parte del principio –que como tal no está probado– que toda creación intelectual es de interés social o público, lo que no puede defenderse desde el instante en que el derecho de autor nace para el creador con independencia de la bondad o de la calidad del trabajo o resultado creado; si el derecho de autor lo tiene el creador de una obra carente de calidad, cómo se puede argumentar las restricciones del derecho en base a un interés social o de la colectividad; no parece –considera– que existan razones de peso para seguir manteniendo este particular régimen de vigencia del derecho de autor y, por tanto, se propone su adecuación al sistema general civil”.